José

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¿Dónde corno estoy? Me pregunto sin cesar, mientras traqueteo preocupado sobre el laberíntico camino. Febrilmente recuerdo las instrucciones de doña Juana: siga por la ruta que va para María Grande y en el kilómetro 26, justo frente al corralón El Progreso, tome el camino de tierra para la izquierda ¿Tome para la izquierda?? Sí, sí, sí, me digo, imponiéndome a la duda entre ráfagas de polvo. Aparte ya detuve dos veces mi quejumbroso auto y caminando hasta el alambrado, comprobé aliviado que la ciudad permanecía somnolienta y distante exactamente donde debía estar.

Luego de seis leguas, seguían las instrucciones, encontraría sobre la derecha un gran ciprés. No, doña Juana no tenía una tabla de conversión, de modo que concordamos en que seis leguas eran ?un buen trecho?. Detrás del ciprés encontraría una pequeña tranquera, que solo cerraban por la noche, y un camino colina arriba que me conduciría a la ?ermita?.

Que calor. Encima elegí la hora de la siesta para que no me vean en este vergonzante peregrinaje ¿Qué hago yo, un casi ateo, suplicando a la virgen?

La culpa la tiene José. Un otoñal amigo que la vida me regaló. Juntos solemos reímos frente al viento del destino que intenta despeinarnos.

¿Pueden creer que todavía tenía el apéndice? Se le infectó, lo internamos y mañana a primera hora lo operan. Todo es optimismo y muecas de sonrisas, pero a este sexagenario Tarzán el viento del destino le voló la peluca.

No quiero dar mi brazo a torcer, pero como dijo Enrique IV de Francia: ?París bien vale una misa?. Del mismo modo opino que José bien vale unas oraciones. Con mucha discreción, claro.

Absorto frente a la ventana meditaba sobre el cómo y dónde, sin percibir a quienes circulaban por la calle. En eso, oigo las campanas que anuncian el Ángelus y toma forma frente a mí doña Juana que pasa oronda con sus mejores galas hacia la iglesia.

¡Casi se me escapa! Tantos años de rutinas la mimetizaron con el entorno.

La alcanzo y con la confianza que dan décadas de vecindad, le cuento lo sucedido y mis deseos de orarle a la virgen en la famosa ermita de la loma. Me emocionó su predisposición y sumándose como cómplice, me indicó cómo llegar.

¡Finalmente! Más adelante se divisa el gran dedo verde del ciprés. Me apeo y transponiendo la tranquera comienzo a ascender por el estrecho sendero.

Vaya, esta más lejos de lo que parecía. Descanso un momento y al mirar alrededor, me siento shoqueado por el paisaje. Siempre me gustaron las cuchillas alrededor de Paraná. Sin ser una gran altura, lo que me asombra es la desigualdad de los elementos. Mi posición elevada es prácticamente la mayor; por debajo descansa la ciudad como molestando al río. Éste sin embargo es interminable; una llanura de agua e islotes sin relieves que se une al horizonte, donde justo entre la bruma se adivinan algunas formas que podrían ser Santa Fe.

Esta pausa me ha sintonizado con el sentido espiritual de mi viaje y siguiendo el sendero ya estoy por llegar a la cima.

Siento discordancias: el sendero ha sido y es muy poco transitado; no hay nadie. Al llegar a la cima en lugar de una ermita me encuentro con una gran casilla de madera adornada con múltiples banderines colorados. Finalmente estoy frente a ella ¡¡Está dedicada al Gauchito Gil!! ¡Está llena de agradecimientos, ofrendas, y estatuillas coloradas!

¿Y ahora? Ni siquiera es un santo. Viene a ser una leyenda campestre ¿Qué me entendió doña Juana? ¿O pateará para los dos arcos? ¿Dónde me meto la espiritualidad?

Descendí rapidísimo dada la indignación que me impulsaba, me subí al auto y partí sin mirar atrás.

Al rato comprendí mi error, debía haber retornado por donde vine, pero ya era tarde.

Llegue a casa al anochecer. Mi soberbia había desaparecido. Fui caminando a la iglesia y sobre un reclinatorio le conté a Dios que yo lo necesitaba más a José que Él.

No me creyó.

 

          Carlos  Caro

          

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