Habitantes del bus

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Cada día,  de regreso a casa, ella cogia el mismo bus. Años llevaba haciendo la misma rutina. Misma hora, mismo recorrido, misma gente... Cada mañana era igual. Algunos días entraba alguien nuevo que no conocía las costumbres de aquella pequeña sociedad de desconocidos. Se sentaba en el asiento que normalmente usaba otro de los usuarios asiduos y todos le miraban como si fuera un intruso desalmado.

Algunos de aquellos habitantes eran vecinos del barrio, en su mayoría jubilados que regresaban del mercado con las provisiones para el día. Comentaban las noticias de la prensa, las adversidades del clima o simplemente el precio de la verdura en el puesto de la esquina.

Luego estaba ella, más joven, que había cumplido con sus labores de madre,  dejando a su pequeña en el colegio y regresaba a casa a seguir con sus labores. Vivía cerca de un centro de salud mental, o lo que es lo mismo, un hospital psiquiátrico. Compartía transporte con pacientes del centro, casi siempre los mismos. Ella se limitaba a observarlos, a imaginar las historias que habría tras aquellos rostros.

Al principio sentía inquietud cuando los veía entrar. Siempre había pensado que ese tipo de personas eran impredecibles. Con el tiempo comenzó a sentir lastima cuando los observaba. Sentía pena cuando veía aquellos rostros inexpresivo con los ojos llenos de tristeza, o aquellas miradas puestas en el infinito, como perdidos, ausentes. Escudriñaba todos sus movimientos pausados, como a cámara lenta. Se saludaban unos a otros, dándose la mano en un raro ritual que solo ellos comprendían.  Los besos estaban reservados para unos pocos. Rara vez hablaban entre ellos. Cada uno iba con la mirada fija en un punto que iban variando de forma arbitraria. Ella los observaba con el rabo del ojo mientras fingía mirar el móvil o leer un libro.

Intentaba diagnosticar a cada uno de aquellos personajes: la mujer con depresión que fingía estar normal y no saludaba al resto de sus compañeros de viaje, como si aquellos dementes no tuvieran nada que ver con ella. Posiblemente, en algún momento decidió poner fin a su vida y después del malogrado intento tuvo que asistir a terapia. Luego estaba la jovencita de mirada ausente, dopada por algún tipo de sustancia que mantenía sus delirios a ralla. Podía ser una esquizofrenia o un síndrome bipolar. La medicación la había anulado de tal manera que permanecía con la mirada perdida y la boca abierta todo el trayecto, ausente hasta el punto que debían avisarle cuando llegaba a su destino. Otros simplemente tenían reacciones psicóticas que les obligaban a repetir de forma incansable los mismos comentarios día tras día o a ejecutar la misma coreografía de movimientos involuntarios. Otros parecían haber sufrido algún daño cerebral causado por algún tipo de droga consumida de forma compulsiva. Cada uno era un mundo,  y ella conocía a cada uno de aquellos habitantes por sus manías.

Al llegar frente a la puerta del gran hospital, aquellas personas abandonaban sus asientos y bajaban despacio, arrastrando los pies. Ella se quedaba prácticamente sola algunas paradas más hasta que el bus la dejaba sana y salva frente a la puerta de su casa. La misma pregunta se hacía cada vez que salía del micro mundo motorizado: ¿que vueltas tenia que dar la vida para terminar siendo un habitante del bus?

 


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