Muerte de un soldado 2

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Y entonces sintió algo. El roce de la hierba embarrada en sus piernas. Y se vio arrastrado por una fuerza desconocida hacia adelante. Sentía la humedad de la tierra en la espalda, tenía frío, y le dolía la cabeza, pero sonrío. Sonrío al darse cuenta de lo que ello significaba. Estaba vivo. Dedicó un último pensamiento a la muerte. A aquella paz tan sorprendente que había sentido. Probablemente a causa del golpe. Si eso era lo que se sentía al estar muerto, no le importaría estarlo en ese momento, para poder escapar del infierno al que había bajado. Y en realidad era algo así. Porque parecía que lo  hubieran echado de las puertas del cielo, a ese lugar dejado de la mano de dios, en cualquier rincón del norte de Francia.
Recordó su casa en Canadá. El frío y la humedad de aquellos páramos no era nada nuevo para él. Sin embargo él los recordaba tranquilos y silenciosos. Verdes y limpios. Llenos de vida. Un lugar donde poder pasear por el bosque amparado por un manto verde de hojas y una suave y relajante música que los pájaros regalaban a sus oídos entre vuelo y vuelo. Pero allí todo era muy distinto. Allí el silencio era algo que no se podía pagar ni con todo el oro del mundo, pues cuando no eran los disparos eran los alaridos de los heridos. El bosque estaba marchito, y aunque siempre había zonas verdes, las huellas de la guerra se dejaban mostrar por todas partes. Árboles destrozados por los tanques, restos de hogueras, trincheras y viejos campamentos. Por no hablar de la sangre. La sangre y el fuego. Pues las marcas de la guerra se dejaban ver a cada paso que daban.
Deseó que no hubiera estallado ninguna guerra, y se imaginó como sería ese lugar en ese preciso momento, sin guerra. Un lugar no muy diferente de su hogar. Un lugar tranquilo en el que sentarse a descansar sin nada que le molestara. Sin embargo pronto tuvo que dejar de pensar en ello.
Sintió que lo recostaban contra una superficie sólida y perdió de vista el grisáceo cielo para poder ver el rastro que había dejado en el barro. Le sorprendió no ver sangre en sus huellas.
Frente a él varios hombres corrían para alcanzar la seguridad de los muros de las pequeñas casas derruidas, y tras él seguían oyéndose los disparos de los nazis, pero más débiles y menos abundantes. Los tanques entraban por los lados del pueblo mientras que por el frente, en el lugar en el que él se encontraba, la infantería distraía a los defensores.
De repente vio un rostro, un rostro sucio y mugriento, con la barba de varios días y ojos rojos, escocidos por el humo de la guerra. Su casco estaba pintado con la calavera sobre dos tibias cruzadas. Le sonaba mucho, pero no conseguía recordar quién era.
-¿Estás bien?-le preguntó el soldado preocupado. Pero él no respondió, sino que con los ojos abiertos de par en par y con cara de incredulidad, alzó el brazo poco a poco hacia el frente. El soldado lo siguió con curiosidad, hasta que vio como señalaba al bosque del que habían salido, con el dedo. Se volvió poco a poco, como si quisiera evitar lo que fuera a pasar. Y allí estaban, dos tanques de color gris, con una cruz negra con bordes blancos, emergiendo de los caminos que habían hecho ellos con los tanques.
Otros hombres se dieron cuenta también y se apresuraron para huir, o formar una resistencia. Pero él no podía levantarse, no sentía las piernas aun cuando podía verlas en su sitio. El soldado al que le parecía conocer de algo lo alzó y se lo cargo al hombro, arrastrando sus pies por el barro.
En el momento en que abandonaban la pared de la casa, un estruendo lejano estalló en sus oídos. Volvió la mirada a los dos tanques alemanes y vio con pesar el fuego que disparaba uno de ellos por su cañón. Cerró los ojos e intentó no pensar en ello. Pero no podía dejar de hacerlo. Antes había estado completamente en paz, y no le preocupaba la muerte porque había visto como era. Sin embargo no podía dejar de pensar en que si todo lo que había visto cuando cayó al barro no había sido más que una imaginación suya.
Era posible que la muerte fuera a lanzarlo al vacío de la oscuridad. Intentó recordar las palabras del párroco de su pueblo, pero ellas no lo tranquilizaron. Pues era posible que nada fuera real, que Dios no existiera y el cielo no fuera más que una burda farsa.
Quiso llorar, pero tenía los ojos completamente secos. El humo se había adueñado de sus cuencas y ya no podía humedecerlos. Los oídos se le taponaron con el estruendo de las ametralladoras alemanas a sus espaldas.
Y entonces llegó su final. Y de nuevo sintió la explosión a su espalda. Y de nuevo salió por los aires, sin el apoyo de su compañero que volaba muy cerca de él.
Cayó varios metros más adelante, alejado de la protección de las ruinas, giró y giró por el barro sin control. Hasta que algo detuvo su movimiento. Era algo blando pero sólido. Abrió los ojos y lo vio. Un muerto, el rostro pálido y la mirada perdida, vacía, sin sentimiento. Puro reflejo de la muerte. Pero no apartó la mirada, lo miró con detenimiento y finalmente suspiró con dolor y pesar. Aquello era la muerte más que nada. Un vacío como las órbitas de ese hombre.
Por desgracia para él ahora no había luz que iluminase su camino y lo alejara de aquel lugar. Era posible que si miraba al cielo pudiera verla, pero no podía moverse. Miró a un lado de reojo. Un hilo de sangre chorreaba de su brazo. Lo vio y no le dio importancia. Solo le dio importancia a la muerte. ¿Cómo sería morir? ¿Qué habría al otro lado del oscuro abismo?
No tenía alternativa, pues si hay algo que no deja lugar a elección es la muerte. Dio una última bocanada de aire con dificultad. Y para su sorpresa aquella bocanada fue mejor que cualquier cosa que hubiera hecho en su vida. Pues aquella bocanada sería la última bocanada de aire que daría en su vida.
Cerró los ojos, y cuando lo hizo descubrió con alegría la luz que no había visto cuando los tenía abiertos. Era una luz magnífica, pero no completa, pues la oscuridad la rodeaba. Y cedió ante ellas. No sabía a donde lo llevarían, pero dejó que lo arroparan. Dejó que la luz y la oscuridad se cernieran sobre él y se lo llevaran a donde debieran. Pues estaba muerto y no podía elegir.


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