Remedios para el alma

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Llevaba toda la vida viviendo en aquella gran ciudad. De vez en cuando callejeaba y descubría un nuevo lugar. Aquella tarde, al salir del trabajo, decidió hacer el trayecto de regreso a casa a pie. Eran varias estaciones de metro con un trasbordo incluido. Pero aquella tarde necesitaba aire. Caminar y pensar. Perderse entre la gente y encontrarse a si mismo. 

 

De camino sabia que pasaría por algunos de los jardines que con la llegada del buen tiempo lucían renovados. Quizá sentarse en un banco y tomar los primeros rayos del sol de primavera, o simplemente pasear hasta casa... Las calles se sucedían a su paso. Todas le eran familiares, pero absorto en sus pensamientos giro a la derecha. Cuando fue consciente de sus pasos no descubrió nada conocido. Una calle, estrecha y solitaria, le volvió a la realidad. 

 

Recorrió con la mirada el camino andado y el que le quedaba por hacer, sopesando la decisión de seguir o volver sobre sus pasos. A pocos metros, un cartel, en una fachada, llamó su atención: Remedios para el Alma.

 

Era un pequeño comercio con un ventanal a modo de escaparate. Se acercó a los cristales empañados y miro en el interior. Parecía una de esas boticas antiguas, con vitrinas de madera y cristal repletas de frascos y tarros de loza blanca con letras y filigranas pintadas de azul. Ilusión, sosiego, sueños, paz, tranquilidad... 

 

Ingredientes imposibles de guardar en un tarro. 

 

Tras el mostrador, un anciano bajo y rechoncho, de ojos pequeños tras sus gafas de montura redonda, le hizo una seña. Miró tras de sí y no vio a nadie más. Volvió a mirar y el hombre con cara afable asintió con la cabeza. No se lo pensó dos veces y empujó la puerta acristalada. Una campanilla sonó al abrirla y un olor dulce, como a caramelo, le embriagó. Entró despacio y la puerta se volvió a cerrar tras él.

 

-Buenos días joven, ¿en que puedo ayudarle?

 

-Realmente no lo se. No conocía este lugar e ignoro que puedo conseguir aquí. 

 

-Sencillo, remedios para el alma.- agregó el anciano - solo debe saber que necesita. Cualquier cosa que tenga en los tarros podrá ayudarle

 

-¿Cómo va a sacar lo que yo necesite de esos tarros? Y es más, ¿Cómo se puede comprar algo tan abstracto como lo que me ofrece?- preguntó él incrédulo.

 

-Lo primero saber que es lo que quieres, y segundo, cambiarlo por algo que lleves y sepas que te sobre.

 

-Eso es fácil decirlo, pero no creo que sea tan fácil como abrir un frasco

 

-¿Qué  crees que podría serte útil? 

 

-Hoy daría lo que fuera por algo de tranquilidad

 

-Pues debe sobrarte mucho de culpabilidad. Tu eres el responsable de tu sufrimiento, pero no del de los demás. 

 

El anciano tomo una pequeña bolsa de celofán y abrió el tarro de letras azules que ponía "tranquilidad". Sacó de él dos pequeños caramelos color amarillo y los metió en la bolsa.

 

-Y ¿que hago con mi apatía?  

 

-Puedes cambiarla por unos sueños y una ilusión- añadió el anciano cogiendo de los primorosos tarros decorados unos caramelos de color azul y otro violeta.

 

-Esa angustia que me oprime el pecho no me dejara disfrutar nada de esto- dijo el joven esperando la respuesta adecuada a sus deseos.

 

-Pues la cambiaremos por un poco de paz. Pero de esa no tengo caramelos. 

 

- Entonces de nada servirá

 

- Si eres capaz de dejarme aquí tu culpabilidad y tu apatía y te tomas con tranquilidad y en serio los sueños y la ilusión, la angustia desaparecerá.

 

El joven tomo la bolsa que el anciano le tendió y la miró. La agarró con fuerza y salió de aquella tienda. No volvió  sobre sus pasos y siguió de frente, dispuesto a saborear aquella dulce solución a sus problemas

 


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