Los Cazadores (I)

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Rambo se sienta en el extremo de la mesa, y aunque nadie se lo ha dicho, sabe que es el jefe de grupo; el jefe de los cinco cazadores. Puede que sea por esto que se pone de pie y que levanta los ojos hacia el firmamento salpicado de estrellas. Con los ojos enrojecidos, eleva un cáliz de plata y anima a sus cuatro compañeros a imitarlo. Una estrella fugaz centellea unos instantes en la bóveda oscura del cielo. Se oye un aullido, el rumor suave del viento de la noche, la crepitación de las brasas en el refugio de piedra.

-Que Hable Rambo!

-Sí, Cojones, que hable!

-Cojones, Rambo, habla ya, hostia!

Risas subidas de tono por el alcohol. Los lobeznos hacen hablar al líder de la manada. Lo hacen hablar para la historia y para la eternidad.

-Compañeros, camaradas ... hablaré -se detiene hasta que apaciguan los vivas y las demostraciones de júbilo -. Hoy comienza una nueva vida para todos nosotros. El destino nos ha bendecido con la suerte de los Dioses. ¿Cuántos seres humanos consiguen cumplir sus fantasías? Nosotros poseemos el poder absoluto en esta nueva tierra que ahora nos pertenece y que acatará nuestra ley; la ley de los cazadores. Porque somos cazadores!

-Sí, Coño, somos cazadores! -grita el Canciller.

-Calla, No me distraigas, que pierdo el hilo -protesta Rambo, tambaleándose, hasta el punto que casi se cae al suelo -. Como decía ... somos cazadores, y hemos conseguido poseer una tierra; una tierra inmensa, que es completamente nuestra. ¿Podeis imaginar la vida que nos espera?

Gritos de euforia. Lágrimas de júbilo. Cánticos de guerra. Lluvia de cerveza. Rambo no puede continuar hablando, porque los compañeros lo cogen en brazos y lo pasean por el exterior del refugio como si fuera el dios de la guerra. Escuálido entona la apertura de la Aida de Verdi. El Francés intenta acompañarlo con una especie de gemido tembloroso que pretende ser canción. El Labrador no puede hacer mucho más que sostener a Rambo, el cual mantiene sus dos brazos alzados, con las manos abiertas hacia la constelación de Sirio. Alrededor de todos ellos, más allá del refugio y de la mesa de madera donde han cenado y han bebido, se extiende la inmensidad de un desierto estepario, que sube por las montañas hasta la niebla impenetrable de la noche.

Una hora después, agotados y medio dormidos, fuman en silencio bajo la luz de las estrellas, delante de la puerta del edificio.

Desde dentro, les llega un gemido que les deshace la mística.

-La presa ... -dice el Canciller.

-Cojones! No la has matado? -pregunta Rambo -. Vaya mierda de cazador eres?

-Creía que la querías viva un rato, el otro día lo quisiste así.

-Un rato, cabrón, no ocho horas! Hace ocho horas que la hemos cazado, coño!

Cuando aun discuten, el Escuálido corre hasta el refugio con la escopeta en las manos. Suena un disparo, que reverbera negrura allá por no se sabe qué acantilados. Desaparecen los gimoteos y los cinco cazadores vuelven a escuchar el rumor del viento sacudiendo las copas de los abetos que trepan por los primeros contrafuertes del Pico Lenin. Como si estuvieran hipnotizados, escrutan la noche hasta que el sueño les vence.

 


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