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Con la espalda apoyada en la puerta flexionó sus rodillas. Cayó hasta quedar sentada en el suelo. De las yemas de los dedos brotaba sangre. Las uñas partidas y llenas de astillas. En un último intento de rascar la puerta cerrada para salir, había olvidado el dolor de las manos.
Agachó la cabeza y lloró, saboreando lágrimas que se le antojaban amargas. Sin salida. Su encierro sería infinito. Nadie escucharía sus gritos. La angustia invadiría su pecho.
Con los ojos cerrados, y mareada por el esfuerzo, sintió un soplo de aire.
No todo estaba perdido.
La ventana aún estaba abierta.
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