LOGROÑO. PASADO, PRESENTE Y FUTURO.

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            El General Espartero entra triunfante a lomos de su caballo por las puertas de la muy Noble y Leal ciudad de Logroño. Las crines ondeando al viento. Los tenues y tímidos rayos del sol encandilaban las piedras del puente, que perezosas se despertaban ante la majestuosidad del paso y el traqueteo de los cascos del caballo que trotaba orgulloso y altivo haciéndole una reverencia al soberano Ebro, cuyas aguas mudas de admiración oían los ecos acompasados de las campanas de la catedral de Santa María de la Redonda celebrando la victoria. Una alfombra de romero y laurel adornando las callejuelas.

Recorren la calle del Puente y llegan hasta la Plaza de San Bartolomé. La iglesia del santo que da fe de su martirio saludando al general desde una de las murallas de la ciudad. Al fondo, desde la calle de Los Portales se divisa la Plaza del Mercado. Las esbeltas torres de la Catedral tenían el privilegio de conversar todos los días con Dios. La hermosa verja, la guardiana perpetua de la piedra esculpida en la fachada principal, que se inclinaba ante el valeroso y templado Espartero.

Los Arcos majestuosos de los Portales. Todo es un hervidero de gente.

Cuatro esquinas de una ciudad santa cobijando  a San Bartolomé, Santiago, San Agustín  y San Blas. Los peregrinos agotados y exhaustos caminando con el sufrimiento a sus espaldas y cargados de penas y esperanzas se detienen a contemplar aquella estampa victoriosa.

El caballo relinchando alegre por la fervorosa bienvenida. Delante de la Iglesia de San Agustín, el General hace una promesa y las lágrimas se van volando con el viento.

Se adentran en la calle del Laurel. Huele a victoria y a incienso. Las fachadas engalanadas festejando el triunfo. El pasado se eclipsa con el presente. Lo antiguo y lo moderno se mezclan como si estuviesen hechos de la misma esencia. El color tinto del vino, el olor de la uva blanca, el sudor regando la tierra, los lagares romanos, las bodegas de los monasterios, las plantaciones de la época invernal, la recogida de la cosecha. El corazón dividido entre el rojo y el blanco, entre el sabor y el olor.

En la Plaza del Espolón, el general en aquella estatua contempla la ciudad desde lo alto del pedestal. Los leones alborotados alrededor de la fuente, fieles guardianes de la paz, la prudencia, la lealtad, la templanza, la abnegación, la fortaleza, la victoria, el patriotismo, la justicia y el heroísmo. Una visión del futuro, un encuentro con los frutos de esta tierra, con su historia, con sus señas de identidad. Un bronce forjado a base de sudor y tierra, de vides y uvas, de colores y de aromas que rezuman por los poros de las piedras del puente, las de la catedral, las de las iglesias, las de los edificios. Al igual que por los poros de un lienzo se huele y se siente la sensibilidad de un artista que es capaz de sintetizar la belleza y la esencia de una ciudad como Logroño, orgullosa de llevar el peso de la historia a sus espaldas y reteniendo el futuro entre sus manos, como las modernas estatuas de las espaldas mojadas.

Así es Logroño. Anclada en el pasado, el presente y el futuro.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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