El rostro que soñó en mí

Tal fue el cambio de su rostro que ya no parecía ella, por como la miraban, ninguno de los acompañantes-en apariencia familiares-que la rodeaban podía reconocerla en su expresión. Quedó verdaderamente afectada por el gesto risueño de aquel joven poeta, que la dejó inerme, desprovista de todo escepticismo. La pétrea coraza que enlentecía su ilusión se quebró en un relámpago y sus ojos se inundaron de lágrimas mudas. Entonces fue cuando aquel joven cortés se aproximó para besar tiernamente la mejilla húmeda y brillante de la joven, y una sonrisa nació igual que la aurora, ancha y sincera, iluminando la sorpresa de su rostro e infundiendo en sus ojos una convicción dichosa. El joven poeta sonrío amable y siguió su camino mientras ella, aún atónita, emprendió el paso apresurado tras él hasta alcanzarlo por la espalda y pronunciar unas palabras inaudibles. El se detuvo, parecía serio, y descendió la vista al suelo como prestando atención, seguidamente ella lo rodeó con sus largos brazos por la espalda y apoyó con delicadeza su mejilla en la levita negra del joven poeta, permanecieron así durante unos segundos que parecieron durar para siempre. Entonces él, que había cerrado los ojos como en un susurro, los abrió lentamente y se giró despacio, sus miradas se encontraron de nuevo, anhelantes, parecían inquirir el uno en el otro cuánto se habían echado de menos, el joven se inclino sobre ella y repitió el tímido beso, pero esta vez en los labios.

Esta escena toda la observé desde la distancia y me pareció que una sombra se abrazaba a un cuerpo y que luego se fundía con él en un vacío desprovisto de sombra, cuerpo o movimiento, solo luz que solazaba a todos los presentes, alejándose tras el horizonte de un tiempo perpetuo.
Aún recuerdo la expresión del rostro de ella tras recibir el último beso, gesto que todos los presentes también supieron reconocer...