Hace siete millones de años, en un remoto valle africano, la humanidad dio su primer gran paso

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El último africanito, a un salto de nada para pasar a Europa, recibió la mala noticia sin previo aviso. El francotirador le está apuntado desde dos mil metros. Ilocalizable. Infalible.

El negrito se puso a dar vueltas como un trompo. Los ojos grandes, capaces de ver más que los de Gonodactylus smithii, que ven en infrarrojo, ultravioleta y se mueven de forma independiente.

Pues así está el negro de un metro noventa y siete centímetros, y pesando sesenta y seis kilogramos.

Y aterrorizado por la amenaza se pone a correr en zigzag, mientras las risas se oyen al otro lado de la frontera.

Pero de tanto correr, naturalmente, le sobreviene el cansancio y se desploma haciendo mucho ruido para lo que es la sociedad ordenada y equilibrada del mundo rico y bendito.

De nuevo la voz, cual trueno, le indica que el francotirador ha pedido una cerveza porque está disfrutando mientras aguarda la decisión del Gobierno y la llamada del ministro de Defensa.

En un idioma que ni es francés, ni inglés, ni español, ni italiano, en una lengua bárbara y hambrienta, claro, el negrito llora y suplica, o eso parece cuando se arrodilla y enseña una cruz colgada del cuello. Y también fotito de una negrita y de unos diminutos negritos, como tres o cuatro, sospechando el francotirador que son sus hijos o lo que coño sean esos huesudos cuando tienen un tamaño microscópico; negros que al fin y al cabo desean zampar y huir de guerras y enfermedades y moscas. 

Por fin la llamada. Sin sorpresa. La voz, que es como la voz de un dios que se hace entender aunque el escuchante sea una bestia, informa que en uno, dos, tres, el francotirador no fallará. 

Y no falló. En la frente. 

Europa, la ilustrada, salvaguardó el Himno de la Alegría, y los becerros de oro siguieron adorándose en guarderías, escuelas públicas, concertadas y privadas. Universidades y puestos de trabajo. En catedrales, iglesias, ermitas y retretes.

África ha quedado para que corretee el búfalo del Cabo con sus novecientos kilos.

 


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