Don Alejandro

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Lo que dejaré en estas líneas no es sino una recreación de una historia real, la de Don Alejandro. La cual llegó  a mí, muchos años después de haber ocurrido. Pero forjó una huella importante en quienes fueron sus protagonistas y los allegados del personaje principal. Y eso mismo me lleva a intentar ser lo más fiel posible a los hechos, según mis propios recuerdos de la anécdota y breves investigaciones posteriores con quienes me contaron el relato.

Don Alejandro era un hombre de tez oscura, marcado por la intemperie. Su piel estaba muy curtida por las inclemencias de cada estación, a las cuales estaba todo el tiempo expuesto, en su ocupación de tropero, ladrillero, arriero de alma. Tanto hubiera sol con rayos que rajan la tierra y elevan la temperatura ambiente a cuarenta y ocho grados o un frío de cero, el hombre salía montado en su fiel caballo. Su cabello era de color negro, lacio, y usaba unos bigotes largos, los que gustaba acomodar con el pulgar y el índice de la mano derecha, para luego torcerlo en la punta, creando una especie de rizo final. Esto lo hacía mientras pensaba; mientras perdía la mirada entre las llamas de los carbones ardientes del bracerito; mientras apretaba firme con las manos el mate mañanero, que llenaba con agua de la pava. Era su ritual diario, antes de salir por los senderos aledaños a las costas de arroyos y lagunas de los campos vecinales. Hasta allí conducía a la tropa para beber, para pastar.   

Si hay algo que nadie menciona pero era un rasgo característico, pues es común entre quienes montan largo tiempo, es la chuequera de Don Alejandro. Esto le reducía un poco la estatura, pero bien disimulada quedaba bajo las bombachas que usaba habitualmente. Sí, en cambio, cuentan quienes lo conocieron, que era de esos tipo de hablar poco y pausado, de mirada atenta aunque de apariencia perdida, de un oído muy agudo, capaz de reconocer los cientos de animales del bosque chaqueño, desde las aves como las bandurrias, los chajás, las chuñas o las garzas hasta el correr presuroso de los carpinchos y toda clase de bichos.

Una de las costumbres de Don Alejandro era la de fumar sus cigarros poí, -cigarro pequeño muy conocido por los lugareños- sentado frente al brasero en la noche o bajo un árbol a mitad de la jornada. Por alguna razón, también en esos momentos, perdía su mirada entre el matorral, parecía adivinar el mundo animal entre los follajes y bajo los espinillos.  Era diestro para la caza.

Corría el año '55, el año de las "inundaciones". Muchos pobladores formoseños se refieren a ese año, precisamente como el de las inundaciones. Quizás, porque fue una de las más grandes que hubo, antes de la del '83, la cual es considerada la más grande del siglo XX para la región. Pero, también se recuerda ese año porque fue el de la provincialización. Sí, los habitantes del territorio organizaron una comisión, entre los vecinos más importantes, y elaboraron un petitorio, el cual presentaron ante el Gobierno Nacional. El 28 de junio de ese año,  se promulgó la Ley Nacional N° 14.408 que disponía la provincialización.  

Don Alejandro era, como mencioné anteriormente, un arriero, y en su tarea llevaba a pastar no sólo a sus vacas sino que hacía lo propio con ganado ajeno que le era encomendado, a fin de ganarse la vida. Haciendo su tarea fue que un día, de esos del invierno del ?55, se perdió, o mejor será decir, dejaron de conocer su paradero sus parientes y conocidos. Pues no hubo, en esos días, conocedor como él de las tierras formoseñas circundantes a la Laguna Oca.

El viejo Don Alejandro, conocía palmo a palmo la zona. Era imposible que se perdiese. Por ello resultó extraño que no volviera tras tres días de lluvia y frío. Es cierto, pensaron algunos al principio, que una crecida brusca de algún riacho suele afectar el cruce, pero es temporal y nada extraño para el arriero. Por eso se organizaron algunos que lo conocían.

Así como ese año un grupo de vecinos se juntó para elevar una solicitud ante el Gobierno Nacional, otros se reunieron para buscar a Don Alejandro. Corrió la noticia de su desaparición y no hubo uno que no se ofreciera. Lo tenían en gran estima, por sus consejos, aunque era hombre de poco hablar. Sólo algunas veces se le soltaba la lengua, cuando alguna caña o dos le llevaba a contar sobre las andanzas de tiempos mozos, o cuando, casi como un pensamiento en voz alta, daba su opinión sobre cosas que en esos tiempos preocupaban a los lugareños como: lo lejos que el gobierno nacional los tenían dentro de sus preocupaciones. Pero eran, las menos de las veces, porque creía que esas eran cosas de otros. Él prefería ocuparse de sus caballos y su trabajo. 

Cuando amanecía el cuarto día, se juntaron los hombres frente a la casa de Doña Valentina, su mujer. Pues, era así, la casa era de ella. El viejo decía:

- En la casa manda la mujer, a mí déjenme con mis caballos y mi libertad.

Los más jóvenes remoloneaban un poco, pero se acercaron casi cien. Se dividieron en grupos y salieron en tropel. Recorrieron las ladrillerillas, las costas de la laguna, los arroyos y nada. Pasaba la mañana y ni un rastro. Varios perros corrían en su búsqueda. En eso, sobre la tardecita, casi cuando estaban a punto de volver, un grupo divisó a lo lejos un caballo. Corrieron hacia el lugar, y a medida que se acercaban, uno de los hombres reconoció al caballo de Don Alejandro. Estaba pastando cerca de la orilla de un tramo de riacho. Fueron llegando, uno a uno, los jinetes. Y uno a uno, se fueron desayunando con el  espectáculo  que estaba frente a ellos, y a mitad del arroyo. No era para menos.

- ¡Escalofriante! - dijo uno de los más jóvenes.

- ¡Joder! -dijo un veterano.

Cuando me contaron la historia -entre ellos estaba uno de los que participó en los grupos de búsqueda. Textualmente dijo:

- Lo encontraron sentado en la profundidad del arroyo y con una mano tendida hacia arriba; como tratando de alcanzar una rama. Su caballo de tiro estuvo en el lugar inmóvil casi,  más de tres días; por eso lo encontraron al viejo. Escalofriante, ¿no?

                                                                                                                                   Pedro Buda


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