La montaña

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Una montaña herida descendió apresurada por las escaleras del trueno deshaciéndose en lágrimas glaciares, que igual que lunares en una piel pálida, sembraron el cielo nocturno de señales por donde el dolor se adelantaba al consuelo de encerrar en cada perla salada una pena olvidada.

Escapada de las vigilantes nubes que custodiaban la voluntad de guardar su secreto, sustraída al cielo por el largo brazo extendido de una tierra de puntillas, la montaña herida descendió hasta poner sus pies serenos en el nido de roca y hielo que prepararon los hombres.

Sagrada es desde entonces la tristeza de sus cimas escarpadas y las crestas que se erizan imponentes ante los profundos desfiladeros cubiertos por las nieves perpetuas. Aquellos que se aventuran por su mortecina piel llena de grietas barrida por etéreos vientos, regresan con la mirada quemada por la nostalgia, vacíos de palabras y repletos de silencio.


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