La sonrisa del Diablo

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El Diablo me miró a los ojos y sonrió, y no era la suya una sonrisa que inspirara confianza...

De acuerdo, reconozco que suena melodramático. El Señor Milton no era Mefistófeles, precisamente, sino el director de la sucursal que el grupo de banca italiano Quarto Cerchio tenía en Madrid, aunque ese veintidós de diciembre me sentía ante él como Fausto en el momento de entregar su alma a cambio de conocimiento ilimitado y placeres mundanos, en mi caso de una hipoteca a treinta años, «Lo siento, Señor Boato, pero nuestra casa madre nos prohíbe conceder hipotecas de esa cuantía por un período de tiempo inferior», con un interés de euríbor +1´25% y con cláusula suelo innegociable. Mi hijo esperaba fuera del despacho el fin de la reunión, ajeno en su inocencia de tortugas ninja y dinosaurios clonados a la tragedia que protagonizábamos los adultos tras las paredes de cristal blindado, mientras desde el hilo musical, sustituida la habitual música de ambiente por una conexión en directo con el Sorteo Extraordinario de Navidad, los niños de San Ildefonso cantaban los caprichos de la diosa Fortuna.

-Ya sólo queda que ustedes, los beneficiarios de la hipoteca, firmen en los espacios en blanco que he marcado con una cruz -señalaba el director ajeno al repiqueteo de voces juveniles que llegaban desde la lejanía-, mientras que el avalista debe hacerlo en estos otros huecos.

Con el bolígrafo en la mano, uno de esos subproductos de propaganda que arañan más que escriben, tan distinto del exclusivo Montblanc con el que el Señor Milton jugueteaba sin intención de ofrecérmelo, me dispuse a entregar los próximos treinta años de nuestra vida por cuatro paredes y un techo a los que llamar hogar, cuando un pequeño alboroto alteró la paz de la sucursal; desde los altavoces ocultos se cantaba el Gordo de ese año, que premiaba con cuatro millones de euros al número 13615.

-¿Hay algún problema, señor Boato? ¿Algo que le tenga que aclarar?

La voz del Señor Milton me guió de vuelta a la realidad y sólo entonces fui consciente de los escasos milímetros que separaban la punta del bolígrafo del contrato sin firmar. Sentía la perplejidad de mi esposa ante lo extraño de la situación así como la mirada curiosa de su padre, nuestro avalista, clavada en mi nuca; pero era el recelo del Señor Milton lo que con mayor fuerza me golpeaba el cuerpo paralizado por la impresión, en un desesperado intento de horadar mis más profundos pensamientos.

-¿Sabe, Señor Milton? -dije tras ocultar con un click la punta del bolígrafo, chirrido metálico que en mis oídos sonó como un auténtico coro de ángeles-. Mi hijo Guille quiere ser mago. Su ídolo es ese tal Óscar von Moebius, el ilusionista que ahora presenta su nuevo espectáculo en el café-teatro Próspero de la Gran Vía de Madrid. ¿Le importaría si le hiciera un pequeño juego de manos? Se lo agradecería enormemente y no nos llevará mucho tiempo.

Sin esperar la venia del que fuera el dueño de nuestra economía hasta hacía poco más de un minuto fui a por Guille, que atendió con interés mis escuetas instrucciones dichas entre susurros, colocándose tras ello ante el director de Quarto Cerchio para su función privada.

-Bien Señor...

-Milton.

-...Señor Milton. Esto que tengo aquí es una baraja española normal y corriente. Ahora voy a extenderla ante usted y va a elegir cuatro cartas.

-¿Las que yo quiera?

-Las que usted quiera.

Con la habilidad que caracterizaba a mi hijo un abanico de cartas, todas ellas con su cara posterior a la vista, quedó extendido ante la impenetrable mirada del director, que no sabía qué esperar del espectáculo de magia. El Señor Milton eligió tres cartas del montón, señalando con un gesto desagradable «Ésta de aquí la elijo dos veces» a la que quedaba más a su izquierda, en un desesperado intento de recuperar el control de la situación. Sin molestarse por aquella actitud desafiante Guille le dio la vuelta a cada una de las carta elegidas, destapando uno tras otro los décimos de loterías que previamente yo le había dado; cuatro décimos del número 13615 -dos de ellos bajo la carta que con malicia había elegido el director como doble-, que mi difunta suegra me regaló antes de morir el verano pasado.

-Y ahora, señor director, renegociemos las condiciones de la hipoteca.

 

*        *        *

 

No sonreirían de esa forma si supieran con quién están tratando. Pero soy buen perdedor; ni siquiera cuando fui expulsado del Paraíso perdí mi buen talante. Así que los dejaré disfrutar de su golpe de suerte.

Dice un viejo refrán que cuando el Diablo se aburre mata moscas con el rabo. Reconozco que alguna vez he tomado la forma de un ser de pesadilla con cuernos de cabra y rabo puntiagudo, generalmente para mofarme de un pardillo especialmente incauto, pero al fin y al cabo soy un ser de luz sin existencia material, así que de demonio tengo lo justo. En cuanto a lo de aburrirme... siempre hay algún mojigato que se las da de puro e íntegro al que tentar con poder, sexo o conocimiento, y si no simplemente me dedico a molestar, vistiéndome de la vieja que se cuela en la panadería o del teleoperador que llama con sus ofertas tras el almuerzo, trastornando el descanso de la familia. Pero cuando más disfruto es como director de Quarto Cerchio; me produce un enorme repelús de placer el jugar a ser Dios misericordioso que en su infinita gracia otorga un préstamo o hipoteca a los necesitados, penitentes humillados ante el dios de la banca por un puñado de euros a bajo interés.

El partido de hoy lo he perdido en el tiempo de descuento, pero no hay mal que por bien no etcétera. El Destino ha puesto ante mí las cualidades del joven Guille Boato y, casualidades de la vida, su ídolo es el ilusionista Óscar von Moebius, con el que he tenido más que palabras. ¿O de qué otra forma se podría explicar su fulgurante escalada al estrellato? Seguiré con interés la trayectoria del joven Boato.

 

B.A., 2.015

 

Sigue a Adolfo Milton en:

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