El mimo (1-3)

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Si alguien le hubiese preguntado a Oliver qué le gustaría ser de mayor, mimo habría sido lo primero que se le habría pasado por la cabeza. Sin embargo, si unos años después le hubiesen ofrecido trabajar en esta silenciosa profesión, su interlocutor habría acabado muy mal parado.

 

Oliver comenzó a admirar a los mimos la primera vez que vio uno. Fue cuando tenía ocho años y aún estaba entre aquellos muros gruesos y marrones impregnados de soledad y tristeza. El Orfanato «Cradle Child». O como él lo llamó más adelante, «La Cueva», ya que ahí dentro todos los días eran igual de oscuros. Solo hubo uno que logró iluminarlo un poco; un emocionante día que le hizo olvidar dónde se encontraba, y que antes de escaparse y conocer al mimo había estado reviviendo una y otra vez en su recuerdo.

Aquel día, la dirección de Cradle Child preparó una excursión al circo.

 

Hacía una tarde calurosa. El sol iluminaba cada una de las carpas, arrancándolas una sonrisa llena de vivos colores. El rojo, el verde y el dorado bañaban todo el terreno en el que aquel circo ambulante había aterrizado, como si se estuviesen viendo las cosas a través de esos traslúcidos papelitos de colores.

Las jaulas oxidadas de los animales también despedían brillos, provocados por el sol. Al paso de la fila de los niños y profesores, los leones dormitaban y los tigres rugían; fuera de jaulas, los elefantes alzaban su trompa como saludando. Había también algunos monos. Uno se subió al hombro de Oliver y comenzó a meterle el dedo en el oído. Al niño no le gustó nada de nada; le hacía cosquillas, y a él no le gustaban las cosquillas, de hecho, repudiaba cualquier tipo de contacto físico.

Trató de avisar a uno de los profesores, pero claro, las palabras no pasaron de su garganta, y solo emitió un inaudible gemido. Por otra parte, podía olvidarse de que le vieran, pues los tres profesores encargados de supervisar la excursión estaban tanto o más embobados con los animales que los niños. Así pues, apretó los puños y los dientes para tratar de contener la repulsión y justo cuando las lágrimas amenazaban con lanzarse al vacío, uno de los muchachos se percató del mono sobre el hombro de Oliver.

—¡Mirad, un mono encima del Mudo!

Todos los niños se giraron hacia el niño que se quedó mudo a los tres años tras un accidente en el que murieron sus padres —un accidente que él no recordaba— y estallaron en carcajadas y dedos índices. Los tigres, excitados, aumentaron sus gruñidos, e incluso uno de los leones se levantó sobre las patas e imitó a su salvaje compañero.

La sangre de Oliver ascendió hasta sus mejillas y algo le golpeó en el pecho. De pronto, un sentimiento más poderoso y peligroso expulsó a la repulsión, y antes de que su cerebro enviase la señal, ya había aferrado al mono de los pelos y lo lanzaba contra Silvio, el niño que siempre se metía con él.

La garganta de Oliver soltó un ronco gruñido que le hizo daño. Tosió en silencio. El mono, a su vez, chilló, y se alejó corriendo de allí.

—¡¿Qué está pasando aquí?! —preguntó la profesora Fernanda.

—El Mu… Oliver me ha tirado un mono a la cabeza —replicó Silvio en tono inocente y casi llorando.

—Oliver, siempre Oliver —suspiró la profesora—. La de guerra que das para no hablar, niño. Ven aquí conmigo. —Le cogió del brazo con fuerza suficiente para hacerle daño y se le llevó a la cabeza de la fila, junto a ella.

Oliver apretó los dientes. Odiaba que le tocaran.

Aquello que dijo la profesora Fernanda no era del todo cierto. Él no daba guerra, él nunca hacía nada malo, excepto en aquellas ocasiones en que esa presión invadía su pecho y actuaba sin control de sí mimo. Pero la mayoría de las veces, los demás niños le acusaban de cosas que ellos habían hecho, y como Oliver no podía defenderse hablando, ni escribiendo, pues aún no lograba entender todos esos extraños símbolos, permanecía con la cabeza gacha y soportando todas las regañinas de los profesores.

 

El incidente del mono fue olvidado cuando el mimo ocupó el centro del escenario bajo la carpa de espectáculos.

A Oliver no le llamó la atención aquella ropa tan fuera de lugar en un mundo repleto de colores como ese; ni siquiera provocó un sorpresivo alzamiento de cejas el hecho de que tuviera la cara completamente blanca o los teatrales movimientos en el aire. No. Tal vez solo al principio, cuando fue presentado, pero segundos después, todo ello desapareció de su mente, y esta se llenó de silencio. Absoluto silencio.

¡Aquel hombre no hablaba! ¡Era como él! Movía la boca, pero no salía ni un ruido por ella. Ni un gruñido. ¡Era todavía más silencioso que él y aún así estaba ahí, dando un espectáculo, siendo alguien importante! Hasta ese momento, Oliver había pensado que siempre estaría solo, que jamás podría salir del orfanato porque nadie le querría o porque no habría nada esperándole más allá de esos muros. Hasta ese momento, pensaba que él era la única persona muda en el mundo. Sin embargo ahora veía la verdad. Ahora veía que había otra persona como él —tal vez incluso hubiesen muchos más—, y que además era capaz de colocarse frente a cientos de personas y hacerlas reír y divertirse.

Durante el tiempo que duró la actuación del mimo, solo estuvieron ellos dos bajo esa carpa. El mimo y Oliver. Oliver y el mimo.

Contemplando maravillado nada más que su boca, el niño tomó una decisión. La primera en su vida.

Tenía muy claro que no pensaba quedarse para siempre encerrado en Cradle Child.

Se escaparía.


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