A LAS CINCO

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A las cinco de la mañana Segestes se encuentra de pie ante su hijo recién nacido. Apenas ha dormido. Pese a ello, y a que dentro de unas horas acudirá al campo de batalla, lleva cerca de una hora observando como llora la criatura. Mientras lo mira, no piensa en su porvenir, en el momento en el que sea capaz de correr junto a él tras algún ciervo o cuando aprenda a manejar la honda o a lanzar la jabalina. Sin saber por qué, en lo que piensa es en cómo sería el lugar de donde ha venido, donde estaba hasta el momento en que nació.

A las siete de la mañana Segestes, desde su puesto en el bosque, aguarda el paso de las tres legiones. Carga su honda de piel trenzada. Y al pasar ante él aquel ejército, con su formación deshecha por la estrechez del camino, lanza sus proyectiles de plomo. Luego, a la señal de su caudillo, parte a la carrera y arremete con su lanza contra los romanos. A las ocho una espada atraviesa su vientre. Una corriente de aire helado recorre su estómago. Después el dolor le obliga a soltar la lanza y cierra los ojos.

A las cinco de la mañana Segestes abre los ojos, pero todavía no puede ver. Su padre, Alberto, observa en silencio como llora. Apenas ha dormido un par de horas desde que su mujer ingresara en aquella clínica, la mejor de Madrid. Mientras mira al recién nacido, no piensa en su porvenir, en los días en que juntos, padre e hijo, irán al Rialto a ver alguna sesión doble o al parque de atracciones de la Casa de Campo, tampoco en el día de su graduación o cuando se marche a cumplir su servicio militar tal vez en Murcia en un cuartel de artillería. Sin saber por qué en lo que piensa es en cómo sería el lugar de donde ha venido, donde estaba hasta el momento en que nació.

A las siete Alberto coge su vespa y se marcha a casa a descansar unas horas antes de volver a la oficina a continuar pasando asientos al libro diario. A las ocho un Seat 127 intercepta su trayectoria y sale despedido contra el asfalto. Oye el estallido de su cráneo, siente sueño y cierra los ojos.

A las cinco de la mañana, Alberto abre los ojos, pero no puede ver todavía y comienza a llorar. Su padre, Segestes, apenas ha dormido, pero lleva cerca de una hora observándolo.


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