El mimo (3-3)

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Antes de que Oliver llegara, la puerta de la caravana se abrió y salió una mujer muy delgada vestida con una especie de bikini rosa. Estaba despeinada, y muy contenta.

—¡Cierra la puerta! —escuchó Oliver. Era la voz de un hombre. Había alguien más con el mimo.

Llamó muy nervioso.

—¿Te has olvidado las braguitas? —decía ese hombre conforme abría la puerta. Luego miró abajo, a Oliver—. ¿Quién eres?

Se trataba de un hombre alto y tan flaco como los asquerosos espárragos de La Cueva. Las costillas se le marcaban en su torso desnudo.Tenía la cabeza muy redonda y el pelo corto, rizado y negro. Sus ojos eran azules y brillaban. Respiraba muy rápido, como si estuviese cansado, y olía a sudor.

Oliver escribió:

«Busco al mimo.»

—Pues aquí le tienes. ¿Qué quieres, pequeño? Estoy muy cansado. La joven esa que acaba de salir de aquí es una de las trapecistas, y uuuh… —un gritó demasiado agudo que recorrió la columna de Oliver—…, ni te imaginas lo elástica que es.

Oliver no escuchó nada más de lo que decía. No podía ser verdad. Le estaba mintiendo. Ese hombre no podía ser el mimo.

La presión en el pecho estaba despertando, y esta vez no robaría el puesto a algo tan irrelevante como la repulsión, sino a algo mucho más poderoso, a algo en lo que había creído durante esos dos últimos años.

Empezó a temblar.

Sin pedir permiso, se introdujo en la caravana por debajo del brazo del hombre, quien protestó sin impedirle el paso.

Observó su alrededor. Maquillaje frente a un espejo. Maquillaje blanco. Maquillaje negro. Dentro de un armario de puerta rota, un traje a rayas blancas y negras.

Sobre la pequeña encimera de la cocina, había platos sucios y vasos, pero sus ojos se desviaron automáticamente hacia el juego de cuchillos.

—Renacuajo, creo que es hora de que vuelvas con tus papás —dijo el hombre que le había traicionado. Sintió una mano en el hombro, y eso fue lo que despertó del todo a la presión del pecho.

Oliver le asestó una patada en la espinilla, con todas sus fuerzas. Se precipitó de un salto hacia los cuchillos. Sin mirar cuál cogía, aferró el mango negro de uno y de un solo movimiento rotatorio, lanzó el mandoble. Rajó al hombre que le dio esperanzas en la mejilla, pues se encontraba agachado frotándose la espinilla. Gritó…, bueno, chilló como un cerdo con los ojos azules totalmente en shock y repletos de terror. Se llevó las manos hacia la raja que había extendido el labio unos centímetros. Ríos de sangre resbalaron entre sus dedos.

No paraba de chillar, y Oliver no lo soportaba. Se acercó a él conforme este retrocedía hacia la deshecha cama dejando un rastro de orina y sangre.  

Una vez contra la ventana que había sobre la cama, acurrucado, empezó a soltar patadas sin control al chico que sostenía un cuchillo y le miraba extrañamente con ojos tristes y furiosos.

Oliver movió el cuchillo frente a él, rajando las piernas que intentaban detener su avance. El hombre que acababa de apagar la única luz que había en su corazón, cesó en su empeño. El chico posó una rodilla en el colchón. Abrió líneas rojas en las palmas de las manos del hombre cuando volvió a intentar defenderse.

—Por favor, por favor —repetía una y otra vez, sin saber que su maldita voz era lo que más daño hacía al chico.

En una de esas veces que abrió su boca para suplicar, Oliver, con un veloz movimiento, enganchó la lengua, tiró de ella, y la cortó.

El hombre ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que Oliver le asestara una última estocada dentro de la boca.

La hoja del cuchillo atravesó el paladar, y la punta asomó por la sien.

Oliver sacó el utensilio de cocina de la boca, guardó la lengua junto a la libreta, y salió de la caravana.

Nadie había oído nada. Las casas rodantes estaban muy separadas unas de otras, y probablemente estarían todos durmiendo.

Le llamó la atención el silencio. Ahora ni los animales se oían. Esto le ayudó a sentirse un poco mejor. No experimentaba arrepentimiento, no le importaba ya nada aquel hombre. Ya no le importaba nada. Solo sentía tristeza, desesperanza, y de nuevo soledad. Aquel silencio que se había adueñado de repente del circo era lo único que le impidió rajarse el cuello a sí mismo, ahí mismo.

Dejó que el cuchillo resbalara de entre sus dedos y se hundiera en el fango, y arrastrando los pies, caminó y caminó rodeado del absoluto y reconfortante silencio que sumía al pequeño pueblo en aquella fría noche.


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