El gato negro (2-3)

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La segunda vez que lo vi fue ese mismo día por la tarde, sobre las cinco y trece minutos, más o menos.

Fer había vuelto al trabajo después de un intento frustrado en la búsqueda del gato y de comer conmigo, y yo estaba sumergida en una traducción de una página web que debía acabar para el día siguiente, cuando algo veló ligeramente la iluminación de mi despacho.

La mesa en la que trabajaba se encontraba de espaldas a la ventana. Las cortinas estaban recogidas, la persiana alzada, y las contraventanas de madera abiertas para tener la mayor luz posible en ese día nublado que amenazaba con llover de nuevo. De repente, como si una nube hubiese tapado el sol, percibí un ligero cambio en la iluminación, y me di la vuelta.

Un gato negro como la misma noche, me miraba con unos sagaces ojos amarillos. «¿Me está sonriendo?», pensé. Asombrada me levanté de un salto y dejé escapar un grito ahogado, llevándome la mano a la boca. Mi cadera impactó contra el borde del escritorio, y el bote que contenía lápices y bolígrafos cayó al parqué. El sonido hueco me sobresaltó, profiriendo, esta vez sí, un leve chillido.

El gato, por el contrario, parecía estar tranquilo, ahí sentado sobre el alfeizar, tan negro como una pesadilla, e incluso parecía… ¿disfrutar?

No. Mi mente me estaba jugando una mala pasada, como haría más adelante. ¿Por qué me comportaba así? ¡Era solo un gato! Yo no le tenía miedo a nada; o a casi nada. Lo achaqué a los síntomas del embarazo.

Más calmada, me dispuse a recoger los lápices y bolígrafos, y al volver la vista a la ventana, el gato había desaparecido.

Le conté esto a Fer cuando llegó a las ocho de la noche. Inmediatamente, furioso, salió de casa con una linterna y un abrigo y recorrió los alrededores. También se adentró un poco en el bosque de detrás de la casa. No halló rastro alguno del gato.

No pudimos preguntar a los vecinos si le habían visto puesto que no teníamos vecinos. Nuestra casita de piedra se encontraba alejada del pueblo, cerca de una enorme montaña repleta de árboles. Estábamos rodeados de naturaleza verde. Los animales del bosque eran nuestros únicos vecinos, y al parecer también ahora el gato.

A partir de ese día, conforme mi barriga iba creciendo, el gato se presentaba todas las mañanas y todas las tardes en la ventana de mi despacho. Yo, cautelosa, abría la ventana con la escoba en la mano y este salía disparado hacia el bosque.

Fer nunca lograba dar con él cuando le buscaba al llegar a casa, cada vez más furioso.

 

Soñaba felizmente con mi bebé recién nacido. Era lo más bonito del mundo. Fer estaba a mi lado, abrazándome, y los tres sonreíamos. Entonces, la sonrisa del bebé me resultó tremendamente familiar, y la reconocí. Era la sonrisa de aquel gato negro. Y sus ojos… ¡Sus ojos eran amarillos!

Me desperté sudando, con la respiración agitada. Al contrario de lo que pasa en las películas, no me doblé sobre mí misma, simplemente abrí los ojos aterrada y permanecí mirando el techo, salpicado a ratos por un brillante destello de luz; se avecinaba tormenta. Daba igual que hubiesen pasado ocho meses y medio, ahí, ese era el clima habitual.

Pensé en la pesadilla, y solo logré recordar al maldito gato. Fer dormía plácidamente, soltando tímidos ronquidos.

Fue al recordar al felino, cuando empecé a notar algo en mi enorme barriga. En su interior estaba Zaida. En su exterior, sobre ella, dos puntos amarillos atravesando la oscuridad. El gato. ¿Cómo había entrado?

—¡Feeer! —grité de inmediato.

El gato no se movió. Fer sí, y en un acto reflejo, rodó sobre su espalda y dio un potente manotazo al animal. Más tarde me confesaría que el primer punto al que había mirado había sido su barriga, debido a la tensión del Gran Día que se acercaba.

El gato cayó al suelo emitiendo un grotesco y leve maullido.

Fer encendió la luz, se levantó, levantó la percha vacía de pie, y comenzó a golpear el suelo, el cual producía un sonido apagado muy diferente al del parqué. Yo cerré los ojos y me tapé los oídos, encogiéndome en la cama.

Entonces ocurrió. Una dolorosa contracción. Y humedad en mis muslos. ¡Estaba de parto!

Avisé a Fer gritando, y tras unos segundos de conmoción con la percha inmóvil sobre su cabeza, reaccionó y fuimos al hospital, olvidándonos de aquel gato por el que casi tuve un accidente. Aquel gato que me vigilaba mientras trabajaba. Aquel gato que se sentó siniestramente sobre mi barriga mientras dormía.


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