El gato negro (3-3)

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Dos días después regresamos a casa. Era bien entrada la tarde y las nubes al fin daban un respiro al cielo y pudimos ver un bonito sol anaranjado tratando de esconderse tras las montañas.

Zaida era una niñita preciosa que enseguida se ganó mi corazón, naturalmente. Yo decía que se parecía a Fer; Fer decía que se parecía a mí. Entre mis familiares la opinión era dispar, pero ganaba la que coincidía con la mía. Era igual de bella que su papá.

En cuanto al gato, volvió a surgir en nuestros pensamientos al entrar en la fría casa. Zaida había ocupado todo el espacio mental hasta ese momento. Estábamos tan ilusionados que Fer no me dejó sola ni un instante en el hospital ni yo se lo hubiera permitido.

—Espera aquí —me dijo. Y se dirigió a la habitación, donde estaba la cuna, para limpiar—. Pero ¿qué?

Escuché su voz quebrada, y sin dudarlo, me dirigí hacia allí.

Fer se hallaba mirando fijamente una mancha de sangre y un ojo amarillo medio podrido. Me imaginé que le había aplastado la cabeza, lo que hacía más difícil asimilar aquello. Salvo el ojo, no había ni rastro del gato negro.

De repente, un olor apestoso contaminó la atmósfera. Desde detrás nuestra, una risita ronca erizó nuestro bello. Zaida arrancó a llorar.

Fer y yo nos dimos la vuelta mirándonos a los ojos desorbitados.

—¡Miaaauuu! —profirió la mujer vieja, de pelo gris ralo y sucio, y sin ojo, vestida de negro. Luego alzó su mano, y antes de que Fer pudiera hacer algo, caímos inconscientes al suelo.

 

Me desperté en el hospital, desorientada. Cuando me confesaron que mi hija había desaparecido y que Fer había muerto, chillé hasta desgarrarme la garganta y me negué rotundamente hasta tal punto de creer realmente estar junto a ellos.

No me culparon a mí de los hechos porque hallaron huellas de barro y sangre de una tercera persona. Huellas que nosotros no vimos al entrar.

Ahora el doctor que me atiende en el centro psiquiátrico me pidió que escribiera todo lo que recordara con el fin de hacerme entrar en razón. Yo lo he hecho, pero sigo creyendo mi versión. La de que lo de la mujer vieja fue producto de mi imaginación cansada y terror ilógico por aquel gato, el cual se habría llevado algún animal del bosque, y que caí al suelo agotada de cansancio.

Y sigo creyéndolo porque aquí a mi lado, mientras escribo esto, mi Zaida me sonríe desde su cuna, y mi Fer me abraza, protegiéndome como ha hecho siempre.


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