Cuando el amor llegó como en Hollywood y se fue como en la realidad

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Cuando el amor llegó como en Hollywood y se fue como en la realidad

Señoras y señores, damas y caballeros, niñas y niños, lectoras y lectores, la que estoy a punto de contarles es la historia más breve y simple que alguien de dieciséis años les pueda narrar, pero llena de emociones y hasta el día de hoy, sin final.

Fue un 26 de julio del año 2015, hace apenas dos semanas, cuando la vi, porque no la conocí. O sí lo hice, la verdad eso fue lo que sentí al verla.

Era un domingo común y corriente en el que fui a misa como todos los fines de semana. Por cuestiones ahora poco importantes mi padre y yo nos vimos forzados a asistir a la misa de la mañana, poco frecuente en nuestros itinerarios.

Llegamos perfectamente arreglados, pues eran las doce y media y, además de desayunar y realizar otras actividades cotidianas, no habíamos hecho nada en el día. Nuestro pelo acababa de entrar en contacto con la luz brillante que ese día iluminaba el día y apenas empezaba a secarse. Como buen adolescente, yo me preocupaba de cada aspecto en mi apariencia y sonreía con suficiencia, por un lado sintiéndome atractivo y centro de miradas y por el otro, manejando la inseguridad que cada día había logrado dominar mejor, pues después de varias pruebas, había comprendido que de poco me ayudaba. Aunque el proceso no fue fácil. Ni lo es.

Entramos a la iglesia, que estaba atiborrada por familias entusiastas de las actividades mañaneras, deportistas creyentes, vendedoras de empanadas por una buena causa y ancianos felices de comenzar su día con una visita a su lugar favorito, allí donde las penas del pasado encontraban consuelo, donde los errores eran perdonados y donde rezaban por aquel viejo amigo que murió, el otro que está enfermo o por el hijo que salió descarriado y a su modo de ver necesita la ayuda del Señor.

La mía no era una creencia de esas que asfixian a los de alrededor, sino de esas sinceras y más bien normales. No era ningún santo o diablo al extremo. Simplemente una persona viviendo su vida, con felicidad, tristeza, problemas y soluciones.

Dentro de la iglesia no había puestos y, como muchos, mi padre y yo nos quedamos parados detrás de los bancos.

Todo transcurría normal y yo medio oía las palabras del sacerdote, medio distraía mi mente pensando en otras cosas. Pero en algún momento de distracción, observando a los asistentes como solía hacerlo siempre, volteé la mirada hacia la izquierda e inmediatamente mis ojos enfocaron la imagen en una persona y únicamente en ella. Los demás se volvieron de un momento a otro en algo lejano y sin importancia. Los latidos de mi corazón, en vez de acelerarse, se pausaron y mi mente tornó toda su atención a esa única y perfecta mujer. No era la mujer voluminosa que cualquier hombre querría, era mucho más que eso.

Su figura no fue lo que me asombró, fue la sensación que dominó mi cuerpo al verla, pues mientras mis ojos enfocaban ese pelo rubio y lacio sin imperfectos, esa mirada de mamera que solo la hacía más atractiva y aquel dejo de inseguridad reflejado en sus ojos, que representaban su verdadera yo, sin máscaras o apariencias, mi corazón sintió el pinchazo del amor. Parecido al de una llanta que dejaba de funcionar, mi corazón sentía como si una finísima aguja lo pinchara con delicadeza, no tanto que muriera, ni tan poco que no se sintiera.

Era el tipo de dolor que generan la nostalgia, los nervios y la esperanza, un pinchazo que generaba ese dolor placentero y adictivo que hace llorar pero, como pocos, no de felicidad o tristeza, sino de la mezcla enorme de emociones que solo aquella niña hermosa me podía generar. Hace un tiempo que no me ardía la pasión en el pecho de esa forma, haciendo que mi cuerpo desapareciera y dejando únicamente al corazón en el medio, vulnerable como un recién nacido  y sin embargo lleno de valentía para transformar esa esperanza tan grande y espontánea en algo real, tangible, capaz de amar y de ser amado.

En ese momento sentí que mi arma más poderosa era aquel órgano vital y, sin embargo, también era mi peor debilidad.

Mi cuerpo se llenaba de adrenalina, como antes de un partido de fútbol o de un evento importante, me daba coraje y valor, pero sabía que después de que este efecto pasara, quedaría exhausto física y emocionalmente. Sopesé con “cabeza fría” mis opciones y decidí aprovechar el saludo de la paz para acercármele. Quería conocerla, aunque al verla creí identificar todas sus cualidades, creí ver en su interior, creí conocerla como si hace años que nos habláramos y sin embargo sólo nos habíamos cruzado un par de miradas.

Era la niña ideal que no me llenaría la cabeza de mentiras para caer bien o de nombres de boy-bands que amaba. Tampoco gastaría todo nuestro tiempo hablando de sus exnovios o criticando a conocidos, no. Sería sincera y un poco tímida, pero se impondría retos para superar las adversidades, justo como yo lo hacía, y gozaríamos hablando de cualquier tema, sin importar su trascendencia. En pocas palabras, seríamos felices.

Tomé la adrenalina en mi cuerpo, el coraje que esta me daba y disimulando que iba a saludar algún familiar al otro lado de la iglesia me topé con ella “coincidencialmente” y como había pensado, la saludé tomándole la mano y dedicándole una sonrisa con un poco de picardía, sentimiento y alegría mientras ella me miraba sorprendida sin saber muy bien cómo reaccionar.

Seguí mi camino y, como sospeché, mi cuerpo se debilitó y mis piernas empezaron a temblar, sosteniéndome con la poca fuerza que les quedaba.

El primer contacto estaba hecho y me sentía optimista respecto a lo que venía. Saldría antes del final y al verla, me presentaría de forma encantadora, le preguntaría su nombre y me despediría cortésmente. Dejaría que el encuentro fuera breve y que ella se llenara de curiosidad acerca de ese niño que conoció en misa.

El tiempo pasó y como había decidido, salí en busca de mi nueva traga, esperando que no se volviera maluca. Debí saber lo que sucedería. Observando por todos lados y con mi corazón en la mano la buscaba entre la multitud. Iba de un lado a otro, buscaba el mínimo rastro de los que creía eran su familia y, desafortunadamente, no la encontré.

La esperanza no la había ni la he perdido y el siguiente domingo volví a la misma iglesia, al mismo puesto y a la misma hora. La busqué en cada sector de la iglesia y no la encontré. Pero hasta hoy tengo la llama de la esperanza medio viva y seguiré presentándome en esa iglesia a esa hora hasta el día que lo único que dura, la esperanza, se me acabe. Me enamoré a primera vista, de la forma más cursi y estereotipada posible, y sin embargo es un sentimiento único.

Rodrigo Pinilla


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