¿Qué diablos es El Teatro? 3de4

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Las manos de Gabriel la tomaron firmemente de las caderas y la atrajeron bruscamente hacia su fornido cuerpo. Las dudas de Ana habían terminado y ahora sólo quería cumplir su fantasía.

Ana llevó sus manos al pecho del mecánico, tomó el cierre del overol y lentamente fue bajándolo hasta llegar al ombligo. Luego tomó la prenda desde los hombros y la deslizó para liberar el pecho de Gabriel y recorrerlo con sus manos. Su piel era cálida y dura, y envolvía una musculatura que a Ana le hizo contener el aliento. Pero era el olor, Dios, el olor a sudor, a hombría, lo que la estaba embriagando.

Gabriel interrumpió el deleite de Ana, la tomó de la barbilla y la obligó a mirarlo. Nuevamente ella se perdió en sus ojos y se fundió con él mediante un apasionado beso. Ana, acostumbrada a los besos tímidos y reservados de su marido, se sorprendió cuando los labios de Gabriel presionaron fuertemente los suyos y su lengua la penetró buscando su pareja. Lo hacía con un frenesí que Ana no conocía, pero al que gustosa le daba la bienvenida. Siguieron amalgamados mientras Gabriel desabotonaba con premura el impermeable de Ana, dejando a la vista la ajustada falda a medio muslo, unas gruesas medias negras y una blusa de seda blanca de mangas largas.

Con un rápido movimiento, Gabriel la levantó como si fuese una pluma, ella le sonrió y se deshizo de sus zapatos de taco. El mecánico la llevó hasta el capó del automóvil en reparación, la recostó, le levantó la falda y con ambas manos le quitó la pantimedia.

-Ahora, señora, va a empezar a pagarme el arreglo del automóvil –dijo, mientras se despojaba del overol. La parte baja del traje tenía un sistema de velcro que recorría ambas perneras, por lo que bastó un tirón para que Gabriel quedara vistiendo sólo unos sucios bototos.

Cuando el hombrón arrojó su traje, Ana comprobó que no llevaba calzoncillos y contuvo el aliento cuando vio el tamaño de la verga erecta que tenía enfrente. Estaba acostumbrada a la de su marido y creía que era grande. Esta era monumental.

-Siéntese –ordenó el mecánico.

Cuando obedeció, Gabriel le tomó la cabeza y la dirigió hacia su miembro, pero ella se limitó a agarrarlo y a masajearlo lentamente, sorprendiéndose que su mano apenas cubriese aquel tronco venoso.

-Quiero que se lo eche a la boca, señora.

Ana no era una novata en mamadas. A sus novios anteriores los deleitaba con sesiones de sexo oral, pero Néstor solía decir que las mamadas las hacían las putas y sólo cuando se emborrachaba dejaba que su esposa se lo chupara.

Gabriel notó la vacilación de Ana.

-Vamos, señora, no haga que la obligue.

Ana siguió mirando la gruesa verga, suspiró, se mojó los labios con la lengua y se inclinó para meterse el falo. Como suponía, no pudo abarcarlo en su totalidad, pero luego recordó sus días de juventud y revivió sus viejas técnicas para acomodarlo en la garganta.

La situación la puso a mil. Ahí estaba ella, chupándole la verga a un desconocido y por la cara de su amante su técnica seguía siendo exitosa. Le estaba dando placer. Se sintió arder e instintivamente buscó con la mano libre su entrepierna y no se extrañó que estuviera mojada. Se recorrió los labios vaginales y su clítoris. La sensación era magnífica.

La mamada se intensificó. Ahora Ana se había empoderado de su rol de hembra y jugaba con la verga de su amante con maestría. Se la metía hasta la garganta, se la sacaba, la lubricaba con su saliva, la recorría con su lengua de arriba a abajo. Gabriel sólo emitía quejas de placer.

-¡Es toda una experta, señora! –alcanzó a decir.

De pronto, Gabriel la levantó bruscamente y la volteó, obligándola a apoyar las manos en el capó del vehículo y a abrir las piernas. Le levantó la falda y apegó su cadera a la de ella. Con la misma rudeza tomó los faldones de su blusa y de un tirón la desgarró, haciendo saltar los botones y liberando sus tetas. Como un poseso, Gabriel se inclinó y aprisionó los pechos de Ana por debajo del sostén, mientras su verga recorría la raja de su culo por encima de un empapado calzón.

Ana emitía quejidos cada vez más ruidosos. Podía sentir cómo el pene de Gabriel la exploraba abajo y a sus enormes manos que le apretaban las tetas hasta provocarle dolor. Esto era lo que quería. Esta era su fantasía, sentirse deseada de forma animal. Se sentía sucia, se sentía una puta.

Fue el último pensamiento de Ana. La hembra que tomó su lugar, Ninfa, se irguió, rodeó el cuello del hombre que la manoseaba y le dijo al oído:

-¡Quiero que me folles como a una puta! ¡Ahora!

Sin dejar de refregarse, Gabriel liberó una mano, sacó un condón de un recoveco, lo abrió con los dientes y se lo colocó.

Lo siguiente que sintió Ninfa, jamás lo había vivido. Percibió cómo la verga de Gabriel se abría paso por su vagina. La sintió toda. Era tan gruesa que le provocó dolor. Un dolor exquisito. Dejó escapar un grito, pero cerró los ojos y siguió disfrutando. Otra embestida. Otra más. Con cada penetración, Ninfa subía al cielo. No podía creer que el sexo pudiese ser tan diferente del que practicaba con su marido.

-¡La quiero toda adentro, Gabriel! –gritó y comenzó a mover el culo contra la penetración para alcanzar mayor placer.

-¡Ah! ¡Cómo te gusta, putita! –decía Gabriel. Y de improviso le dio una nalgada.

-¡Sí! ¡Soy tu puta! ¡Dilo!

-¡Eres mi puta! ¡Una puta tragavergas!

El orgasmo de Ninfa llegó pocos minutos después. Sintió que el recinto daba vueltas y un estremecimiento la recorrió de pies a cabeza. Creyó que iba a morir de placer y cayó sobre el capó rendida.

-¡¿Qué pasa, puta?! ¡¿Crees que hemos terminado?!

Gabriel se salió de ella, la giró y la puso de espaldas en el capó. Luego le tomó ambas piernas por los tobillos y las mantuvo en alto mientras la penetraba de nuevo. Ninfa se pellizcaba sus propios pezones y se arqueaba de placer. Ahora podía ver cómo este desconocido se introducía en ella y no podía creer que toda esa verga pudiera caber en su vulva.

Las acometidas de Gabriel se mantuvieron unos minutos, hasta que de improviso se separó, se quitó el condón y empezó a masturbarse apuntando a las tetas de Ninfa. Ella sabía lo que venía y rápidamente se irguió, agarró el miembro palpitante y, sorprendiéndose a sí misma, se lo llevó a la cara justo cuando el primer chorro de semen le cubría la nariz y parte de la boca. El segundo chorro lo esperó con la boca abierta y mirando los ojos de Gabriel. Su boca se llenó del líquido viscoso, tanto así que una buena parte se derramó por la comisura de sus labios. Cuando pareció que no había más, se metió el pene a la boca y allí lo embadurnó con su propio néctar.

Luego hubo silencio, ambos cuerpos agotados se tendieron en el capó y allí se quedaron varios minutos mirando el cielo del recinto.

--CONCLUIRÁ...


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