LOS ANALES DE MULEY(2ª PARTRE)(5)

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                XXX

   Continuó la contienda.

Y seguían los muertos

dejando pueblos desiertos,

lúgubres o fantasmales;

sus campos eran cubiertos

con negros frutos mortales.

   Las tropas nacionales

con rapidez avanzaban

y con furor conquistaban

las tierras desbastadas,

en ellas se ensañaban

arrasando sus moradas.

   Siguió la liberación

de tierras y poblaciones,

se aliviaban corazones;

las guerras se maldecían

y con fuertes razones

al viento se esgrimían.

   Los que un día marcharon

jubilosos regresaban,

su vuelta festejaban,

se afligían los sentimientos;

su territorio marcaban,

destruían cimientos.

   Pero con tanto alboroto

por la pronta redención

y esgrimir su razón,

también llegó la mentira

y la ley del talión

para mitigar la ira.

   Todo el peso del odio

se cargó sobre la gente

que se quedó impotente

a no poder escapar;

a todos querían matar,

pero no fue suficiente.

   Las ideas no mueren

ni se van con el muerto,

permanecen en el huerto

esperando amanecer;

en cualquier tiempo incierto

volverán a florecer.

   Mi padre y los “señoricos”

juntos también regresaron,

un triste pueblo encontraron

con un mando nacional

y muchos se alegraron

de todo aquel personal.

   Los “señoricos” lograron,

por ser personas pudientes,

cargos muy influyentes

en el pueblo liberado;

bebieron de las fuentes

de aquel vulgo masacrado.

   Los pudientes se erigieron

en dueños de la justicia,

usaron su pericia

para aplicar sus leyes

y mostraban su codicia

como si fueran reyes.

   No eran jueces ni letrados,

pues no podían juzgar,

y menos aún condenar

a persona acusada,

aún sin pruebas que aportar

siempre era fusilada.

   Porque era la venganza

quién justicia aplicaba,

el odio denunciaba

y moría el inculpado;

todo preparado estaba

para linchar al culpado.

   También regresó mi padre.

Fue un día especial

con la entrada nacional,

esperábamos pacientes

aquel tiempo infernal

para todos los parientes.

   Por ello aquel regreso

con gozo se festejó

y la alegría desbordó

nuestros tristes corazones,

pues en ellos encontró

dormidas ilusiones.

   ¿Quién no tiene un amigo

o pariente huido?

No era nada atrevido

de hacer exposición,

pues cualquier elegido

nos daría la razón.

   Mi padre era especial.

Frente a mí me miraba

y serio me ojeaba,

su mirada encontré,

pues paciente la esperaba

y a él me abracé.

   Fue un abrazo de hombres.

Mi recto comportamiento

y mi mucho sufrimiento,

mi padre lo valoró;

con sensible sentimiento,

llorando me apretujó.

   Me hice cargo de la hacienda

mientras él estuvo huido,

estaba todo destruido,

pero por ello velé;

me mostré viril, fornido,

y de mi madre cuidé.

   Fueron males tiempos,

nada pude reconstruir,

pero guardé mi sufrir

para ocasiones mejores,

aunque un día quise partir

para matar mis temores.

   Fui un excelente hijo

ciñéndome en mi deber

y cumpliendo mi quehacer

como zagal responsable;

todo era un padecer,

pero estaba estable.

   Mi padre comprendió

mi robusta gallardía,

en casa otro hombre quería

para enseres guardar,

más su corazón le decía

que yo lo podría emular.

   Su ansiado regreso

fue un gozo inmenso,

fue un momento tenso

pero lleno de alborozo;

luego fue un consenso

de alboroto y gozo.

   Yo estaba exultante,

entusiasmado, contento,

por aquel dulce momento;

la llegada de mi padre

avivó mi sentimiento

y contemplé a mi madre.

   Radiante estaba de gozo,

se le abrió el cielo

que fue su gran consuelo

de penas y aflicciones;

se quitó su negro velo,

se exaltaron sus pasiones.

   Corrió como una gacela,

se arrojó a sus brazos

uniendo sus fuertes lazos

de amor y felicidad;

fueron afectivos trazos

de inmensa lealtad.

   Nunca le vi de esa guisa:

su corto pelo al viento

de escaso movimiento

y con mirada serena;

tuve el convencimiento

de que rompió su cadena.

   Estábamos todos juntos,

pero la guerra proseguía

y nuestra vida dependía

de una tierra casi muerta

que labrar a gritos pedía

para resurgir la huerta.

 


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