Volviendo del estadio

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VOLVIENDO DEL ESTADIO

 

Tío Alejandro comenzó a llevarme con bastante frecuencia a los partidos de béisbol en el estadio. Quizás esta repentina disposición suya tenía algo que ver con aquellas visitas que cada semana hacía yo con mi abuela a un señor en el hospital, al que todos en la casa llamaban psicólogo.

 

Siempre me gustó el béisbol. Por eso me ponía tan contento cuando tío le decía a mi abuela que me vistiera, que nos íbamos a ver el juego. No era fácil, porque teníamos que coger varios ómnibus, y casi siempre pasaban llenos y ni siquiera se detenían en las paradas. Pero cuando alguno lo hacía, y todo el mundo se empujaba para montar primero, él me levantaba en peso y me subía por encima de la molotera, sin prácticamente darme tiempo a nada.

 

Una noche, cuando el juego estaba apenas en la cuarta entrada y los Industriales iban abajo por una carrera, me dejó solo por un momento en las gradas, y se fue a conseguir algo de comer. Demoró alrededor de media hora, y cuando regresó, sólo traía en las manos dos grandes vasos de cartón con jugo de toronja, porque según dijo, para lo demás había tanta cola, que de quedarse, terminaría el juego y aún él estaría esperando su turno.

 

-¿Te gusta el jugo de toronja? –me preguntó ofreciéndome un vaso.

 

Asentí con la cabeza sin dejar de mirar al terreno.

 

El juego terminó cerca de la medianoche, y a esa hora tío Alejandro me llevó de vuelta.

 

-¿Qué te pasa? ¿Tienes frío? –me preguntó al notar que temblaba.

 

Le respondí que no, pero él insistió, argumentando que yo estaba muy callado, sin querer comentar nada sobre el resultado del partido.

 

-¿Tienes sueño?

 

Volví a decirle que no, y tío, suponiendo quizás que en realidad sí sentía frío, me atrajo hacia él.

 

No podía imaginar tío Alejandro cuál era el motivo de mi silencio. Intenté varias veces decírselo, pero finalmente desistí de hacerlo. “¿Y si me regaña?” “¿Y si se ríe de mi?” pensaba para mis adentros. Estaba preocupado. Imaginaba las cosas que me dirían cuando al llegar a casa se descubriera todo, y las burlas que de seguro me iban a hacer mis dos primos.

 

Tenía ganas de llorar. Pero recordé las palabras del abuelo sobre el llanto de los hombres, y me mantuve firme, caminando en silencio junto a tío. Desde hacía más de quince minutos habíamos descendido del ómnibus, y nos dirigíamos a pie hasta la casa. Faltaban apenas dos cuadras para llegar.

 

Avancé unos cuantos metros más. Pero la cercanía del peligro hizo que me decidiera por fin a mirar a tío Alejandro y decirle desesperado y esperando su comprensión:

 

-¡Ay tío, es que yo me cagué…!

 

-¡Eso no importa! A cualquiera le pasa. Ese fue el jugo de toronja que seguramente te cayó mal –respondió él rápidamente, pero al mirarlo con el rabillo del ojo, noté que se estaba riendo con disimulo, para que yo no me diera cuenta.

 

-¡Agáchate ahí y termina! –me dijo señalándome para los matorrales de un jardín. Pero a pesar de la hora, continuaban pasando por la acera algunas personas, y sentí vergüenza de que me vieran. Además, desde hacía rato ya había terminado.

 

Tío notó al parecer mis temores, y una vez más dijo para consolarme:

 

-Eso no es nada. Ahora en la casa la abuela te lava y te cambia de ropa.

 

Entrando a la casa, la abuela supuso, por la cara de tío Alejandro, que algo no andaba bien.

 

-¿Qué pasa? –preguntó intrigada, y al posar su mirada en mí, y verme tan confundido, agregó:

 

-¡Ya sé! ¡Este viene atollado! ¿Por qué será que este muchacho siempre hace lo mismo? –y comenzó a pelearme, a llamarme cochino, y a decirme que ya estaba bastante crecidito para avisar cuando tuviera algún dolor de estómago.

 

Por suerte mis dos primos ya estaban durmiendo. Pero al día siguiente se enteraron, porque entre risas, la abuela y tío Alejandro se empeñaron en contárselo a todo el mundo. Claro, no lo hacían por maldad, pero de todos modos no me gustaba que estuvieran a toda hora comentándolo.

 

Hoy, mi propio hijo, a quien cargaba sobre los hombros, se me ha hecho caca encima. Quise regañarlo, pero no pude. Al ver su mirada de susto, recordé de inmediato aquel incidente del estadio, ocurrido muchos años atrás. Entonces, le acaricié la cabeza, lo besé en la mejilla, y le dije con ternura:

 

-¡No pasa nada, mi hijo, no pasa nada! ¡Si supieras cuántas veces cuando era niño a tu padre le pasó lo mismo!

 

 


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