Cenizas (parte 2)

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CENIZAS (parte 2)

 

Durante quince días estuvo alquilando máquinas para ir al aeropuerto. Lloraba e imploraba tanto, que los custodios y el personal de la aduana terminaron por conocerla. Cuando la veían aparecer con sus espejuelos oscuros y un pañuelo en la mano para limpiar su enrojecida nariz, se decían unos a otros destilando compasión o burla:

 

-¡Ahí está otra vez la húngara del muerto!

 

E invariablemente tenían para ella la misma respuesta de consuelo:

 

-No, compañera. Su paquete aún no ha llegado. Vuelva mañana para ver si lo envían en algún vuelo que venga de Europa.

 

Así hubiera seguido eternamente hasta que el cansancio terminara por doblegarla. Pero por fortuna y buena coincidencia, la última máquina que paró en la carretera era conducida por un militar que iba también a preguntar por un equipaje extraviado. Al escuchar la historia de Tímea -quien seguramente se deshizo en mohines o para agradar o para inspirar lástima-, quedó espantado ante tanta desgracia, y se dispuso a interceder por ella.

 

Sus grados abrían puertas, incluso las del amplio almacén en que por tiempo indefinido reposaban los objetos sin dueño. Sólo le bastó mostrar un carné para que los autorizaran a buscar ellos mismos el ánfora perdida. No hubo necesidad de rastrear mucho. Bien visibles, junto a una columna, estaban las cenizas viajeras, cautivas en su prisión de metal, y engalanadas con varios papeles de embarque, acuñados en Budapest, Berlín, Roma, Bruselas y Madrid.

 

La   familia de Pablo no quiso ni oír   hablar del esparcimiento de las cenizas. Contra toda lógica, y quizás en una actitud rebelde ante el proceder de Tímea, optaron por vaciar el contenido del ánfora en un ataúd y darle una sepultura tradicional. Esa idea, aunque fuera para molestar a la húngara, me pareció descabellada. No había que llegar a tanto. Pero eran ellos quienes tenían el poder de decisión, y las cosas se hicieron a su antojo.

 

De lo que aconteció en el entierro no quisiera ni acordarme, porque pese a su traición, Pablo no merecía algo así. Pero en fin, uno es humano, tiene sangre en el cuerpo, y hay ciertas cosas que no tolera. Esa desgraciada se presentó luciendo en su dedo anular el anillo de matrimonio que un día Pablo me regalara, y que estrellé contra su cara cuando decidió cambiarme por ella. No bastándole con eso, en un momento en que aún se estaba hablando de las buenas virtudes de Pablo, levantó sus espejuelos para clavar en mi semblante su rencorosa pupila. Tanto descaro me enfureció, y mi voz potente y alterada acabó con el solemne ritual del camposanto:

 

-¡Qué coño tú me estás mirando, húngara de mierda!

 

Avancé hacia ella, y entre gritos e insultos obscenos, comenzamos a golpearnos y a tirarnos de los cabellos. Al principio, los presentes se quedaron mudos de asombro, pero luego corrieron a separarnos para impedir que ambas rodáramos hasta el fondo del hueco.

 

Esa misma noche, y a pesar de las pastillas con que me obligaba a conciliar el sueño, desperté sobresaltada por unos gritos de sobra conocidos, que rompían la quietud de la madrugada. Provenían como es natural de la casa de la húngara. Intrigada me asomé a la ventana, y gracias al foco de la esquina, pude ver claramente que la chapa del auto parqueado frente a su puerta no me era ajena. El militar, el mismo que la ayudó a recuperar las cenizas, le servía ahora como instrumento para afinar su garganta.

 

 

                  

 


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