Sonata de Otoño - I. Evocación

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Sabía que esos golpes en la puerta sólo vivían en su cabeza, a veces reacia a conceder más espacio, a este lado, de esa realidad, que lo mantenía partido en dos. Recordaba el perfume del amor, estrechando este su lado más delgado y escurridizo hasta faltarle el aire a este lado de ese bloque color gris tantas veces, y  tonos celestes sin ella. En más de una ocasión, la lluvia, en el contacto con la piel, podía doler, muda y difusa, encerrada en las cansadas pupilas de él.

Aire, aire anhelaban sus desvaríos, y demandaba piel en todas esas ausencias que lo acercaban al filo de ese abismo derrochador, lánguido y sin más vueltas.

Como pasos en derredor; como cadencias que desvanecen sólo parcialmente el velo del presente; como ese fardo olvidado que nos cuenta y no nos salvará. Gritó para alcanzar esa luz rosada que se nos escapa y nos pide de nuevo otro grito más desesperado. El tiempo nos desampara en su cortante dureza, y él quiso ser música, aire envenenado de virtud, de alma contenida en el infinito; para traer la calma a sus demonios, ávida de ceder espacio a lo inconmensurable. Sintió un escalofrío perdido en el pecho, perdido, que entraba en su intimidad, esa cueva llena de sus miedos y esperanzas.

Cayó al suelo, preñado de sí mismo, entre áridas nubes. Sólo le acunaba un sonido en sus mejillas, largo en un instante, como puede ser una vida desierta. Sus dedos desnudaban la entrada velada de las sonrisas que le pertenecían a ella, y conocía cómo esos ojos sabían tañer su alma, de alcanzar el éxito sin sonar la menor nota.

Sin soñar, vivir.


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