Conspiración en silencio (2 de 7)

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Por lo tanto, ahora estaba sola en una cama de matrimonio, eran las 3 de la mañana, mi calentura estaba a apunto de desafiar el silencio del lugar, y mis dedos iban a ser la razón. Cuando noté que empezaban a venirme los calambres preorgásmicos pausé la paja y resoplé durante un minuto a modo de despresurización, con la mera intención de aplacar mi impaciencia y alargar el tiempo de inspiración. Era un esfuerzo mental que solo se podía conseguir extrayendo la mano del interior de mis bragas para evitar cualquier contacto físico, permitiendo así que la zona más sensible de mi anatomía volviera a un estado menos acalorado. Además, un reflejo involuntario que recuerdo desde que era niña, me obligaba a oler todo aquello que tuviera contacto directo con mi esponjosa fogosidad, de forma que aquellos dedos que hace tan solo un momento hurgaban mis humedades ahora se sometían a un juicio olfativo bajo mis fosas nasales. Y es que es mi propio olor el que siempre consigue excitarme hasta la exaltación. La intensidad de mi aroma suele ser proporcional al nivel de excitación y remojo, y ahora lamentaba no haberme traído esa polla de goma que tantas tardes relaja mi sexualidad.

 

Es precisamente esa ausencia la que me impulsó a ser algo más creativa, me di la vuelta boca abajo, aparté a un lado la tela que cubría mis nalgas y comencé un suave masaje sobre el anillo de mi ano. Mi mano izquierda separaba con decisión un moflete trasero, y la otra hacía uso del dedo índice para dibujar sobre mi oscuro orificio un dibujo elíptico que ya empezaba a dar resultados. Supuse que si levantaba un poco mi grupa arrastrando mis rodillas hacia la parte superior de mi cuerpo, la propia física me regalaría sensaciones más explícitas, y cuando comprobé que los rozamientos inundaban todo mi cuerpo con un escalofrío muy intenso apreté mi dedo a modo de supositorio y comencé a insertarlo hasta que, por el calor de la propia gruta, deduje haber llegado a la mitad aproximadamente. En ese punto decidí retroceder y, abriendo todavía más mi cacha izquierda, invadí de nuevo mi cavidad, pero esta vez de un solo envite. Y repetí. Y volví a repetir. Estaba ya tan cachonda y tan a punto que, de repente, ese ruido inusual frustró un final delicioso. Dos leves golpes en la puerta me hicieron dudar por un momento si habían llamado a ella o el aire movió sus juntas. Me paralicé del todo par prestar la más aguda de las atenciones. Y otra vez dos golpes. Ahora estaba segura. Alguien llamaba a mi puerta. Me di la vuelta rápidamente, hice uso de las sabanas para tapar mi cuerpo hasta el cuello, y susurré muy sutilmente "¿quién es?"

 

Aquella noche, tras la partida inesperada de Andrés, se puede decir que fui la única habitante que se había quedado sin pareja, y eso propició algunos comentarios jocosos acerca de lo mucho que me iba a aburrir en mi lecho solitario durante todo el fin de semana. Lo que no sabían estos abollados es que a una mujer como yo no le faltan recursos para auto complacerse. Todos teníamos ya una copa en la mano y la película en el reproductor de DVD. La sesión de cine incluía la película "La Vida de Adèle", un excelente drama homosexual, visualmente muy explícito, en torno a las vicisitudes de dos veinteañeras guapísimas y la tormentosa relación que las lleva al desamor. Existe en esta cinta una secuencia de casi 8 minutos en la que ambas ninfas se revuelven entre sudores expresando una fogosidad tan voluptuosa como cinematográficamente transgresora. Sin duda, las 4 parejas espectadoras y yo misma, en mi soledad, disfrutamos muchísimo esas tomas casi pornográficas pero, sobre todo, fue la tertulia posterior la que caldeó el ambiente irremisiblemente.

 

Ya eran casi las 3 y media de la mañana, y un susurro al otro lado de mi puerta se identificaba como Juan, que había abandonado la comodidad de su nido amoroso para cruzar en calzoncillos todo el pasillo de la segunda planta y acabar pidiéndome audiencia. Gracias a la inexistencia de cerradura no fue necesario moverme de mi trinchera para permitir su entrada. "Pasa, está abierto" le cuchicheé. De puntillas, con los hombros encogidos y un dedo frente a sus labios para transmitirme el máximo silencio, Juan hizo acto de presencia en mi habitación, y enseguida me temí que no era para darme una charla acerca del flujo migratorio de las aves en Doñana. Mientras se acercaba a mí decidí ofrecerle un semblante de desaprobación, y él procuró justificar esa locura furtiva con un talante condescendiente.

 

"No te asustes nena", me dijo sentándose en el borde de la cama, justo a mi izquierda.

"Es muy tarde Juan", le reproché con un tono amable que mostraba más aprobación que desasosiego.

"Tengo tantas ganas de ti..." continuó el tío.

"¿Crees que Andrés sospecha algo de esto?" le pregunté ingenua.

"Espero que no, niña", respondió.


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