Conspiración en silencio (5 de 7)

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"Me debes una, so guarra", me soltó la tía con una sonrisa. "Ya sé que anoche te follaste a Juan, y no me importa, ya lo sabes, es solo un juguete más para mí", continuó.

"Joder, pues me quitas un peso de encima, tía, porque anoche me hizo correr como pocas veces", le confesé yo.

"Sí, ya me lo ha contado todo", replicó ella.

"No me jodas que va contando sus aventuras por ahí", le pregunté algo defraudada.

"Solo a mí, nenita", replicó de nuevo. "Así que me debes una, recuerda. Esta tarde te vienes conmigo a ver a alguien", espetó Ana en tono amenazador.

"¡Pero si estamos en medio de la Nada, tía! ¿Dónde quieres que vayamos?" le ironicé.

"Ya bueno, a las 6 vengo a buscarte, ¿vale?"

"Vale". Concluí.

 

Me dio un piquito en la boca y salió. Ni idea de lo que tramaba este putón desorejado. No es que temiera sus aventuras extra amistosas, pero me toca un poco las narices este tipo de enigmas fuera de mi control.

 

El día fue entrañable, visitamos un mirador a 4.000 metros de altura y dimos paseos preciosos por el bosque. Comimos en un restaurante rural y mantuvimos todos ese ambiente de grupo que tanto echaba de menos desde mi época universitaria. A las 7 estábamos de vuelta en casa, una hora más tarde de mi cita con Ana, pero como ella estuvo todo el día con nosotros, no tuve que excusar mi retraso. Tras pedir turno para ir al lavabo, por fin me tocaba a mí y Ana me acompañó, imagino que para cubrir dos turnos en uno solo. Al entrar, no dudó en recordarme el número que ambas montamos la última vez que coincidimos en un excusado. Nos reímos recordando aquello y, por qué no decirlo, nos calentamos también.

 

Salimos de la casa sin decir nada a nadie, subimos al coche de Ana y nos dirigimos al pueblo sito a 10 minutos de ahí. La villa de al lado era muy rural, breve, con una calle principal y el resto colindantes. Solo ofrecía un supermercado y un bar, lo que los parroquianos denominaban el "centro social de la villa". Entre toda aquella escasez de cosmopolitismo, paramos frente a la peluquería del pueblo. La única, claro, la que servía para acicalar a las marujas más acaudalas durante las fiestas locales y los domingos de guardar. Ana abrió la puerta del local bajo un cartel de dudoso gusto en el que se leía "Suso estilistas", y que parecía más bien los bajos de una casa familiar. Enseguida me presentó a Suso y a su ayudante Pablo, una pareja de gays muy curiosa que rápidamente mostraron esa alegría amanerada tan divertida y que tanto me atrae de los homosexuales varones. Saltaron sobre Ana para besarla y juzgar su peinado, y me repasaron a mí de arriba a abajo antes incluso de que mi acompañante me presentara.

 

"Esta es Eva, chicos, y la he traído para que Suso se encargue de ella como se encargó de mí la última vez que vine", comentó Ana mientras daba una vuelta a mi alrededor.

"Muy bien Anita, es una chica muy guapa tu amiga", respondió Suso con un acento de mariconeo muy característico.

 

Me cogió de la mano y, junto a mi amiga, nos dirigimos los tres al segundo piso de la casa, donde Suso aplicaba sus tratamientos y servicios adicionales. Pablo permaneció abajo para atender cualquier urgencia estilística del pueblo. Yo no acababa de entender muy bien qué es lo que estaba pasando ahí y, sobre todo, no se me ocurría qué tenía que ver todo esto con la supuesta deuda contraída con Ana. Nunca me he sentido incómoda junto a un gay, así que estaba bastante relajada esperando los acontecimientos paso a paso. Y el siguiente no pudo ser más sorprendente:

 

"Nenita bonita, ya puedes sentarte en esta silla para dejarme trabajar", me invitó Suso ante mi incertidumbre.

"Vamos Eva, quítate las braguitas y súbete la falda antes de sentarte, que Suso va a depilar ese coño boscoso que tienes", soltó Ana dejándome estupefacta.

"¿Coño boscoso? Si solo tengo una autopista de hormiguitas..." Me defendí yo.

"Bueno, pero Suso es un maestro de la depilación y te dejará la patata más bonita de la comarca", resaltó Ana con una sonrisa.

 

Mientras el maricón se centraba en reunir las herramientas necesarias para su operación pilosa, mi amiga se aseguraba de que yo estaba obedeciendo sus instrucciones, deslizando hacia abajo mi prenda íntima, levantando mi falda y acomodándome en la silla de barbero con dos estribos que aseguraban una apertura apropiada, una altura determinada y la máxima comodidad. "No te preocupes, nena, es el tío más gay que conozco, te lo juro", me iba susurrando Ana al oído mientras me situaba en la silla.


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