Comunicaciones

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                                                                 I
El calor era agobiante aquella siesta, mucho más por estar tan cerca del pavimentado camino, que brillaba en la distancia como un espejo, como un lago con vida propia.

Agua y más agua no mucho servía para refrescarse; y la penosa sombra de los arbustos poco protegía del furioso Ra.

Una y otra vez realicé señales, intentando que algún conductor parara y me llevase por ese lago en movimiento, por ese movedizo y ardiente rectilíneo destino espejado. Pero, corrí la misma suerte que otros tantos que -como yo- intentaban hacer “carona”. Que es como dicen “hacer dedo”, en la zona.

Al fin de algunas horas, cuando el sol ya había hecho sus marcas en nuestras pieles, un camión detuvo su marcha justo frente a mí. Era el inicio de la travesía.

Atrás quedó la cantina –donde dormía un borracho la siesta-; la estación de servicio que hizo por horas la suerte de oasis donde vi reflejada mi esperanza de viajar -en cada auto, en cada vehículo grande o pequeño que allí llegaba o partía-, y al mismo tiempo la realidad de ver pasar los autos salidos de allí con destino próximo y que en las caras y gestos de los conductores avisaba de la proximidad de su destino. Quedaba también allí, en ese pedazo de suelo, un tramo de rutina; de dulce monotonía –tradición de cada pueblo pequeño- y me entregaba a otra, igual regularidad de caminos y carteles indicadores, de campos y lagunas, pero no para mí, sino para el chofer -empresario del camino.

El sol estaba cayendo lento frente a nuestros ojos y en él fijé mi destino; pero de ahí en más sucedería mucho andar antes de llegar.

En la radio chillaba una voz que hacía bromas, era el conductor de otro camión que caminaba parejo con este. Había pasado antes y levantó a otras personas que estaban cerca de mí en aquél oasis de letargo, donde la chicharras emitían una especie de letanía, que adormecía los sentidos.

-Atento viejo, atento viejo. Atento viejo, atento viejo.

-Qué pasa Coco. Qué pasa Cocodrilo.

-Levantaste a alguien viejo.

-Positivo, positivo.

-Ya estamos cargados, metele pata no más.

-Estás apurao... dale vos, dale vos...

Así continuaría, todo el viaje, la comunicación de camión a camión. Así, toda vez que el hastío o el simple aburrimiento de la conversación del acompañante lo requiriesen.

Caída la noche llegamos a un punto obligado de detención. Un bar, donde tomar algún trago y pedir agua caliente para los mates del resto de la noche. Es el mejor punto de encuentro, donde contactarse con la gente que conoce a todos los que habitan el camino; a quienes hacen del andar diario sobre las rutas: “su vida”. Su vida incomparable y añorada cuando no están detrás del volante.

El mismo dueño del bar, antiguo hombre del asfalto que ahora atiende a sus colegas, nos contó sobre un accidente ocurrido hace pocos minutos, quizás media hora, unos kilómetros más adelante, en nuestro camino. “Lo pasaron en el informativo” –asevera con el seño fruncido- el dueño del bar. Tras lo cual hizo un extraño comentario del lugar donde ha ocurrido el accidente, con los detalles de quien ha pasado por el mismo cientos de veces.

Minutos después de haber llegado nosotros,  escuchamos el rugir del motor del camión del viejo y el correspondiente chiflido de los frenos.

Allí se presentó, segundos después, el rostro añoso, curtido del viejo, que en realidad no lo era tanto; pero que sus setenta años acusaba, producto del cansancio; del sol; de la calvicie que avanzaba desde las arrugas –bien definidas- de la frente hasta la casi mitad de la zona parietal. Bajo aquellas arrugas surgían dos oscuros y grandes ojos, de donde partía una mirada quieta, tranquila y escudriñadora.

Saludó, apenas puso el primer pie dentro del recinto,  por el apodo al dueño del lugar. A lo que siguió un fuerte apretón de manos. Dos manos gruesas, anchas, y grandes. Las del cantinero parecían que iban a romper los vasitos –tan diminutos- para la caña, que apuraba a servir, como buen conocedor de las costumbres de aquellos hombres del camino.

Con una sonrisa tranquila, grande, se dirigió al patrón y amigo, y al otro chofer, el que había conducido el camión en el cual viajaba yo hasta el momento.

“Viejo –dijo el  dueño de los camiones- ahora Baltasar irá contigo, para que te ayude a caminar más rápido...” Sus palabras fueron acompañadas de una firme mirada,  indicando -como el tono de su voz- seguridad y decisión. Una orden en tono sutil. Ante la cual no hubo protestas, sino comentarios pertinentes al estado de los camiones.

Baltasar, tras tomar un segundo trago, fue a revisar las ruedas del camión del viejo, lo propio hizo el patrón con su vehículo. Cada cual es responsable de su camión como de su propia vida, pero todos cuidan de todos en el camino. Minutos después de chequear los camiones partimos nuevamente. Coco y yo tomamos la delantera, Baltasar y el viejo nos siguieron, algunas rueda más atrás. La noche nos hizo compañía de ahí en más. 

El camino se llenó de luces, que iban o venían, ómnibus; camiones; autos pequeños. Vimos también una enorme cosechadora, que con sus luces encendidas parecía una nave celeste.

La familia quedó en un paraje, algunos kilómetros después de dejar el bar.

* http://www.pebuwar2.blogspot.com.uy/2009/03/cuento-comunicaciones.html

 


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