Un emisario de paz

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Cuando saltó, sintió, como casi todo el mundo, miedo de que no se abriese el paracaídas. Aunque también, pero en menor medida, de que al llegar abajo, por alguna especie de mal entendido, alguien le descargarse en la cabeza las cincuenta balas de un AK47. En principio, esa confusión era muy difícil de que se produjese, ya que tanto sus conocimientos de árabe como de inglés, la lengua que esperaba utilizar para comunicarse con ellos, eran los que cabía esperar de un profesor de Filología con más de cinco años de experiencia. Además, tanto el propósito que le había conducido hasta allí, hablar de paz, como el contenido de la cajita que estrechaba contra su pecho le garantizarían el éxito de su misión.

Al aterrizar, varios yihadistas le estaban esperando fusil en mano. Uno de ellos, sonriendo con los ojos entornados, profirió algo así como un insulto en un dialecto árabe al tiempo que se llevó el fusil a la cara dispuesto a apretar el gatillo. De inmediato, otro de los terroristas murmuró algo al oído de su compañero señalando la cajita que el extraño caído del cielo sostenía y logró que bajase el arma. El paracaidista sonrió aliviado exhibiendo sus dientes amarillentos y fue tras ellos cuando se lo indicaron.

Tras veinte minutos de marcha llegaron a un lugar donde había varias tiendas de campaña y donde les esperaba un hombre de unos cuarenta años de rostro ancho, barba espesa y rizada. A diferencia de sus acompañantes, tanto la mirada como la expresión de aquel comandante carecían de cualquier atisbo de odio, rabia o cinismo. Tan solo observaba al visitante con el mismo interés con que escrutaría un lugar para planificar un ataque: con atención, cautela y meditando que haría al respecto.

A medida que fue haciéndose de noche y ayudados por la marihuana que contenía el paquete de su huésped, tanto el comandante como sus subordinados se relajaron hasta el punto que aquella velada al calor de una hoguera fue pródiga en risas y en anécdotas. El paracaidista habló de la postura de su partido ante aquel conflicto armado, como definía aquella sucesión de ataques terroristas que se había extendido por los principales países de Europa, y de que su anhelo y el de sus correligionarios era alcanzar la paz mediante el diálogo, la comprensión y la tolerancia. Ellos, en cambio, de los pormenores de sus atentados. De cómo sus víctimas gritaban aterrorizadas ante sus disparos y de lo cómicas que resultaban, especialmente, las mujeres cuando suplicaban entre sollozos que no las matasen. Tal era el entusiasmo que suscitaba a los yihadistas el recuerdo de aquellas atrocidades, que hasta el comandante, que en todo momento se había mostrado algo frío, apenas pudo contener sus carcajadas cuando dijo que, con posterioridad a un ataque, se enteró por la prensa mundial que un niño de cuatro años, que pudo librarse de los disparos gracias a que se ocultó debajo del cuerpo de su madre, logró salvarse porque pudo esconderse debajo de otros cadáveres. El paracaidista, lejos de estremecerse por aquella monstruosidad y tratando de no ofender a los terroristas con su temor o su rechazo, se esforzó por demostrar que sus carcajadas eran más sonoras y agudas que las de ellos.

Poco antes de retirarse a dormir, y puestos en pie, tanto él como los terroristas brindaron con sus vasos de té por el triunfo del orden y por lo que, de común acuerdo, consideraron la paz y la tolerancia.

 


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