El Inspector Carrados y la Muerte Silenciosa. (2/6)

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Una Muerte Silenciosa.
El joven y guapo rubio vestido con una bata blanca, con sus azules ojos miró al Inspector Carrados. El guardia del Instituto Médico Legal lo había ido a buscar cuando preguntó por el médico forense de turno; nunca pensó nuestro héroe que iba a ser recibido con una alegre carcajada y un abrazo.
– ¡Pero sí es José Carrados El Callado! –Su voz sonaba entre jubilosa y cómica– Vaya, si sigues igual que cuando éramos compañeros de curso en la secundaria. La misma cara ….. –Lo tomó de los hombros con preocupación muy teatral– Mmmmm, ¿Estás seguro Carrados que no sufres de parálisis facial?
Miró al joven Detective que esperaba expectante detrás de su jefe, le hizo un guiño sin soltar a su presa. El ayudante estaba inquieto, pues no sabía qué actitud tomar; es más, miraba al alegre rubio como si fuera un sacrílego, no podía creer que alguien se burlara de “Su Jefe” , el SEÑOR Carrados.
– Vamos hombre, no me reconoces …..
– Por supuesto Doctor Scapinni, te recuerdo muy bien.
– ¡Ah, al fin el famoso Inspector Carrados y su ayudante el Detective …¿González? –Asintió el muchacho– se dignan a venir a ver a este pobre y anónimo médico forense que no aparece fotografiado en la prensa y perseguido por la televisión como su condiscípulo.
– El niño divirtiéndose a balazos con los bandidos –continuó casi sin respirar– y yo encerrado con los “callados”.
– Cómo estás Doctor Carlos. –Su saludo voz tenía una leve nota de emoción.
– ¡Ajá! Veo que en la Policía de Investigaciones te enseñaron a hablar y seguro…..a que otros también hablen. Ja ja ja ja já.
Se volteó hacia el ayudante.
– Oye González ¿Cómo diablos soportas a este cara de momia? Sabías que mientras estudiábamos en el Liceo le tenían un lote de apodos, pero quedó con el que lo bauticé: José Carrados El Callado. –Le hizo la señal de cruz como si fuera un sacerdote– Amén.
Nuevas risotadas, los tomó a cada uno de un brazo y los arrastró casi literalmente a una oficina, donde se acomodó en su sillón, subiendo desenfadadamente los pies sobre el escritorio y les señaló un par de sillas.
– Aquí me tienes Carrados querido, desde hace seis meses, rodeado de tipos con cara de muerto, igualitos a ti.
El ayudante se sentía cada vez más inquieto; finalmente aprovechó que el Inspector no lo miraba y río en silencio.
– Carlos, por favor, este asunto es urgente –La voz parsimoniosa del sabueso hizo callar momentáneamente al ruidoso forense–. Hemos venido a ver a los dos últimos cadáveres encontrados asesinados en la vía pública.
La cara del Doctor cambió de sonriente a una mueca con su boca y se tomó la barbilla.
– Mmmmm, extraños casos, muy extraños. Vengan por aquí; sabes González –se dirigió al ayudante, quien sí celebraría su negro humor–, estos pacientes que están en la morgue …..no se quejan nunca, tienen harta paciencia.
Su carcajada sonó con ecos en la gran sala, muy bien iluminada y un fuerte olor a químicos para conservar los cadáveres; como en casi todos los institutos médicos legales del mundo, tenía adosado a la pared un gran mueble metálico, donde se adivinaban las cajas que contenían los muertos en camillas corredizas refrigeradas.
– Mmmm, éste es uno –tomó un asa y con silencioso movimiento salió un envoltorio plástico que mostraba la forma humana–.Aquí está el otro.
Abrieron el frío cierre y ambos cadáveres quedaron a la vista. Con su dedo les señaló el cuello.
– Pueden creer que no tienen ni una sola herida más, sólo la perforación hecha por estos perdigones aparentemente de acero, que serán enviados al Laboratorio de Criminalística de ustedes. Estos pobres tipos murieron por falta de aire, pues los proyectiles por sí solos no fueron la causa necesaria y precisa del deceso, sino que se inflamó el sistema respiratorio superior y prácticamente tapó el ingreso de oxígeno.
– ¿Estás de acuerdo conmigo, Doctor, que pudieron ser disparados por rifles o pistolas de aire comprimido?
–Totalmente de acuerdo. La policía uniformada fue avisada por los vecinos que encontraron a los finados en la vía pública de distintos barrios, cada uno con su pistola en sus manos sin que hayan logrado disparar. Las huellas dactilares de las armas corresponden a sus dedos; me contaron que ambos hechos ocurrieron a pocas horas de iniciada la noche.
Cerró las cajas y, siempre con su costumbre de tomar de los brazos, sacó a los policías de la morgue.
– Creo, compadre, que este puzle te será difícil de resolver. Fue una muerte silenciosa.


(Continuará Cap. III).


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