Los Querubines y el Monstruo.

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El grupo de muchachitos, de unos diez años de edad, parecía una pequeña bandada de alegres pajarillos; sus inocentes bromas rebotaban en las paredes de las casas de aquella calle desierta junto al cerro. Yo era el líder, por ser un año mayor; a unos cincuenta metros vi que venía un extraño individuo mucho más alto que cualquiera de nosotros. Me llamó la atención el hecho que se detuvo como indeciso a pasar entre nuestro grupo.


Dentro de su delgadez, se notaba ágil y fuerte, su cabeza estaba cubierta con una capucha que trató de cerrar, pero uno de mis amigos vio su deforme mano, oscura y arrugada.
- ¡Es el monstruo de la Laguna Negra!
El grito fue suficiente para que tomaran piedras y comenzaran a arrojarlas sobre el desconocido, quien se tomó la cabeza pues una pedrada lo había golpeado. Envalentonados dos niños saltaron sobre él y le arrancaron el capuchón.


La sorpresa me paralizó, se trataba de un adolescente con la cara quemada. El fuego le había arrancado las orejas y la nariz; sus ojos deformes no tenían ni pestañas ni cejas.
Su mirada de cervatillo asustado me impresionó; mi corazón se detuvo ante sus pupilas suplicantes, había notado mi estupor y que me encontraba paralizado.
Con indignación reaccioné y cubrí con mi cuerpo al indefenso desgraciado.
- ¡Basta, cobardes! ¿No ven que es un pobre muchacho quemado?


Los gritos, risas y pedradas se detuvieron. Me volví hacia el supuesto monstruo, sentí que la lástima me invadía; sus brillantes ojos llenos de lágrimas me agradecieron, al tiempo que intentó tomar una de mis manos, acción que detuvo con timidez. Puse mi mano en su hombro y él vio la piedad y la emoción que me golpeaba; siempre con un tímido ademán, ahora me acarició la mano y de sus labios desfigurados salió un sonido gutural, pues el fuego había destruido también sus cuerdas vocales.


- Amigo … -tragué saliva, pues sentía un nudo en la garganta-, continua tranquilo tu camino.
Una intensa mirada que me dijo todo, fue su respuesta; se cubrió la cabeza y una de sus manos hizo un gesto de adiós.
Mientras se alejaba, mis pequeños compañeros estaban en un silencio culpable.
Nunca más he visto una mirada tan expresiva como la del muchacho desconocido.


Los años han pasado, el incidente me dejó la enseñanza que somos ángeles y demonios.


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