Siempre llueve en Torreblanca. Vuelve Diego Leal

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Tres objetos velaban el cadáver del señor Bloggs. Con lágrimas en los ojos, la enfermera Isa Morgan rememoraba la historia del escaso legado que dejaba el viejo piloto de la RAF, confidencias compartidas con la exquisita educación británica de que siempre hizo gala el anciano durante las largas sesiones de terapia. Y así, la joven guardó en un sobre los gemelos de oro -¿desde cuándo le faltaba a uno de ellos la pieza de nácar?- que la empresa donde trabajó tras la guerra le regalara por su jubilación y el mechero Ronson que había pertenecido a su padre. Sólo quedaba sobre la mesilla una cartera de inconfundible aire masculino, regalo de “la chica más bonita de todo el condado de Essex”, en palabras del anciano, único testigo de una historia de amor en tiempos de guerra que terminaría diluyéndose por vía natural. Ahora todos esos objetos que significaron algo en vida del piloto quedarían guardados a la espera de algún familiar que los reclamara, hecho harto improbable cuando nadie había visitado al anciano desde su ingreso. Sólo esa mañana, curiosamente, un viejo amigo hizo su aparición; un tipo apuesto, educado y, porqué no decirlo, con un aire peligroso a la manera de las antiguas películas de espías.

 

*        *        *

 

-Vaya, Diego. No te había reconocido.

Diego Leal lucía unas elegantes canas y pequeñas arrugas en torno a los ojos y la boca, la cicatriz que le cruzaba la mejilla derecha oculta tras una finísima capa de maquillaje, de forma que nadie podría reconocerlo en el atlético maduro que visitaba al anciano. “También soy zurdo -comentó alzando con la izquierda su vaso de café-. Y todo para verlo a usted… Joe Bloggs”.

-Reconozco que no es de lo más original -respondió el viejo con una despiadada sonrisa que desmentía al honorable caballero británico al que trataba el personal médico-. Lo bueno de esta clínica es que no investigará mientras pague.

>>Pero dejémonos de rodeos, Diego. ¿A qué has venido? Me muero; no tienes que ensuciarte las manos conmigo.

-Nos traicionaste… Joe, y el dejarlo pasar sería mala política de empresa. Además, necesito que me contestes a una pregunta.

-¿Quieres saber por qué asesiné al embajador de Vinavistán?

-Eso nos trae sin cuidado. Nos importa poco si fue por dinero o por rencor; no fueron pocas las veces que te enfrentaste a Chernov cuando era agente del KGB en la antigua Unión Soviética.

>>Lo que quiero saber es “cómo” lo mataste.

-Verás Diego -contestó el anciano con regocijo-, hasta una apisonadora como tú puede matar con relativa sofisticación. Con Chernov, yo hice Arte.

 

*        *        *

 

Doce años antes…

 

“Siempre llueve en Torreblanca”, decían las gentes del lugar. Por supuesto el dicho era una exageración de los vecinos del pequeño municipio gaditano de la Sierra de Grazalema, pues la región sufría una severa sequía estacional durante los meses de verano, pero cuando comenzaban las lluvias... Aquel día del año 93 llovía realmente con ganas, por lo que joven Iván maldecía y se santiguaba a partes iguales con cada nueva curva de la zigzagueante carretera de montaña.

Apenas dos horas antes, el conductor personal de Dmitri Valentínovich Chernov, embajador de la República de Vinavistán en España -y su tío paterno-, se hallaba agradablemente achispado en la clausura de una exposición sobre el cambio climático que durante dos meses había expuesto en la capital andaluza un trozo de casi dos toneladas del glaciar del Aneto. El colofón del evento, repleto de comida, bebida y, sobre todo, de sensuales mujeres de mirada perturbadora, fue la llegada del helicóptero Mi-26 que Vinavistán ponía a disposición de los organizadores para llevar el trozo de glaciar de vuelta al Pirineo aragonés, y fue entonces, aprovechando el aplauso cerrado con el que los asistentes celebraron el aterrizaje del aparato, cuando el embajador le confesó en un aparte a su sobrino “Ahora nos vamos a ver a Katya”, y los vapores del alcohol se le esfumaron al muchacho como la niebla al mediodía.

Katya Barzova era una bella moscovita que había pasado de ejercer la prostitución de lujo en un apartamento de grandes ventanales con vistas a Hyde Park para la mafia rusa a propietaria del exclusivo club Dama Roja a las afueras de Torreblanca, a hora y media de camino desde Sevilla, la mitad por intrincadas carreteras de montaña. Y hacia allí se encaminaron en el Mercedes de la embajada, por terrenos oscuros como boca de lobo y con un aguacero arreciando por momentos.

-He de parar un momento, tío Dmitri.

-No hay problema, Iván -respondió el embajador absorto en los viejos recuerdos y bajas pasiones que esperaba rememorar con Katya-; la Dama Roja no va a moverse.

Mientras el joven se sumergía en el estudio del plano que con guiño cómplice le había dibujado el responsable de la gasolinera donde pidió información veintitantos kilómetros atrás, un profundo retumbar que no encajaba con el entorno hizo vibrar el interior del vehículo, sorprendiendo a sus ocupantes.

-Es curioso -comentó el embajador extrañado-. Suena como lo haría mi helicóptero.

 

*        *        *

 

-Así que robaste el Mi-26, pilotándolo en plena noche y bajo una tormenta del demonio hasta la Sierra de Grazalema -comentó Diego con evidente respeto-, para después atentar contra el embajador tirándole encima dos toneladas de hielo glacial…

-...que la misma tormenta se encargaría de disolver -concluyó el resumen el anciano, encantado. Diego recordó las fotografías que acompañaban el informe de la Guardia Civil sobre la muerte de Chernov y de su sobrino doce años atrás. En ellas se mostraban el lujoso Mercedes totalmente aplastado, como si le hubiera caído encima una avalancha, algo incomprensible cuando en la zona no se halló resto alguno de derrumbe. Y aún así, el grupo científico era contundente en su conclusión: el impacto se había producido en ese lugar.

-¿Cómo se te ocurrió un plan tan… brillantemente descabellado? -preguntó al fin el agente.

-Verás, Diego. Conocía lo suficiente a Dmitri como para saber que no desaprovecharía la ocasión de visitar a la Barzova, y recordé un comentario que me hizo en cierta ocasión refiriéndose a la Dama Roja: “Siempre llueve en Torreblanca”. Una llamada a información meteorológica, y el helicóptero y el bloque de hielo ocuparon su lugar en el plan.

>>Como te dije antes, aquel día hice Arte.

Tras la confesión, el hombre que se hacía llamar Joe Bloggs quedó en silencio, absorto en sus recuerdos, hasta que una inquebrantable resolución hizo brillar sus arrugados ojos. “¿Sabes una cosa? Me has recordado lo que es estar vivo. Llevo dos años muriéndome lentamente en esta clínica, inventándome historias como único pasatiempo con la patética esperanza de tirarme a la enfermera Morgan”.

-Estoy preparado. ¿Qué tenías pensado?

Diego miró pensativo la vida que se rendía ante él y por toda respuesta señaló los objetos que descansaban sobre la mesilla. “Veo que conservas los gemelos que preparaba Intendencia para tus misiones tras el Telón de Acero”.

-Muy apropiado, Diego… También tú harás hoy Arte.

>>Tienes un par de minutos.

-Adiós, Joe Bloggs -dijo el agente desde la puerta.

-No Diego. Mi nombre es Walter, Evan Walter -y dicho esto, arrancó la falsa pieza de nácar de uno de los gemelos y se la metió en la boca.

 

B.A., 2.015

 

*        *        *

 

Serie Diego Leal:

http://www.cortorelatos.com/relato/9549/la-pistola-del-profesional/

http://www.cortorelatos.com/relato/16466/tambien-los-piratas-tienen-madres-vuelve-diego-leal/


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