El Viejo Capitán Maravilla. (Anécdota policial).

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 Por orden del Comisario Jefe, mi colega y amigo el Detective "Chico" González y yo nos dirigimos al faldeo sur del empinado cerro conocido como Obligado, cuya vista domina toda la bahía. Me intrigaba el nombre del sitio, conocido como "El Castillo" o "El Palacio", pues nunca había visto una casa que se le pudiera aplicar tan pomposos nombres, en el que íbamos a entrevistar a un posible testigo.
Comenzamos el ascenso por un difícil sendero entre los árboles y matorrales que cubrían lujuriosamente la ladera, hasta que avistamos lo que parecía ser el techo de una enorme y ruinosa vivienda. 
"Chico" González me miró con su eterna y burlona sonrisa, a la cual ya me había acostumbrado.
–¡No hay fantasmas, Flaco, oh! Deja de poner los ojos como huevos fritos; el gallo que vive aquí debe haber salido.
Travieso como siempre, hizo bocina con sus manos y al más puro estilo campesino comenzó a dar gritos, llamando al ocupante de la derruida vivienda, hasta que escuchamos ladridos que se aproximaban entre los matorrales.
–¡Espanten los perros! –Gritaba, divertido mi compañero.
Detrás de dos famélicos perros mestizos apareció  un hombrecillo estrafalario y harapiento. Era de edad indefinida como el caserón, de cabello y barba largos y blancos; arrugas y desdentada boca decían que era un viejo quien, con sorprendente agilidad, llegó corriendo sin que se notara gran agitación en su respirar. Esgrimiendo un garrote y con el ceño fruncido, más parecía un cavernario salido por arte magia desde la prehistoria, se acercó amenazante y cauteloso, al parecer dispuesto a golpearnos; creo que lo habría hecho sino saco el habla a tiempo, identificándonos como policías, su actitud cambió un poco, pero en sus ojuelos brillaba la desconfianza.
–Creí que eran esos chicos de porquería que siempre me vienen a molestar –su explicación no era ninguna disculpa y menos bajaba el madero.
–Señor –murmuré lo más claro que pude–, como detectives no venimos a molestarlo, más bien queremos un favor, que nos ayude a encontrar a unos ladrones.
Nada cambió, seguía amenazante y me di cuenta que en su locura el pobre hombre nos iba a meter en problemas, si teníamos que defendernos. Fue entonces cuando intervino "Chico" González con su voz alegre desenfadada y aparentando despreocupación.
–Flaco, ¿ No reconoces a este caballero?
Moví negativamente mi cabeza y mi poco serio amigo continuó.
–¡ Es nada menos que el Capitán Maravilla! ¿ Verdad, señor?
La sorpresa me dejó perplejo y no hallé qué decir, pero mi estupefacción aumentó más todavía cuando el anciano dejó de lado el temible garrote, en tanto que sus pequeños y arrugados ojos sonrieron, mostrando la negra boca sin dientes; mientras que con su mano hacía un gesto como diciendo: "¡ Bah, no tiene importancia!".
Hizo otro teatral ademán, invitándonos a pasar; miré a mi colega con muda interrogación y él, en voz baja, me contó brevemente que había escuchado de la chifladura de este abuelo, quien aseguraba ser el mítico Capitán Maravilla del cine y de los cómics; que al nombrarlo así, se calmaba.
Nos llevó a la sombra de un grupo de árboles y tomó una negra y abollada tetera que hervía sobre una pequeña fogata; nos sentamos junto al fuego en troncos que servían de asiento al troglodita.
–Estos chiquillos malos siempre me vienen a molestar –se quejaba–. ¿ Quieren café, caballeros? ...Es de trigo y lo hago yo mismo.
Era asombroso el cambio de un ser prehistórico a moderno gentilhombre de refinados modales y lenguaje que alguna vez tuvo. No nos atrevimos a rechazarlo y debimos usar tarros conserveros para beberlo, resultando ser agradable al paladar. La curiosidad me mataba, por lo que postergué la investigación, preguntándole sobre su vida.
–Capitán Maravilla –traté de seguirle la corriente, pese a sentirme muy tonto por el giro que tomaba la diligencia policial–, de modo que es usted quien sale en las películas.
El enclenque viejito, sonriendo con modestia, asintió con la greñuda testa. Definitivamente la realidad lo había tratado muy mal y prefirió ser el personaje ficticio de las aventuras de los niños, anidándolo en su calenturienta mente para no ver la miseria que lo rodeaba.
El "picudo" González intervino nuevamente.
–Oiga, Capitán ¿Y cuándo va a salir a volar en busca de los bandidos que roban por aquí?
Tomando un largo sorbo de café, el viejecillo lo miró con ironía.
–¿ No creerá usted que voy a salir a volar delante de toda la gente? No ve que si me ven me van a tratar como a un fenómeno. Tampoco voy a emplear mis poderes para perseguir a niños malcriados.
La explicación sonaba burdamente lógica. La tranquilidad con que hablaba decía claramente que sí creía ser el héroe de las historietas.
Comprendí que la conversación se encaminaba hacia la burla de un desdichado, por lo que le pregunté cómo había llegado a vivir allí.
–¡Uh! Esto sucedió hace muchísimos años, cuando aún vivían aquí los dueños de esta casona. Llegué a trabajar a la mina, que está tapiada por allí –señaló vagamente hacia un punto entre la maleza–. Cuando la cerraron se fueron los patrones y, como yo soy el Capitán Maravilla, me pidieron que cuidara del palacio.
¡Qué irónico y qué trágico! Un anciano enloquecido y una mansión en ruinas; los dos estaban siendo destruidos por el inexorable tiempo. Continuaban en ese lugarejo, él siendo el héroe legendario y ella, la señorial casa, mientras el transcurso de los años corroía huesos y maderas.
No pudimos sacarle información alguna sobre los delincuentes que buscábamos, quienes con toda seguridad no transitaban por allí por temor a las iras del loco y a las dentelladas de los hambrientos perros. Sólo pudimos establecer que sobrevivía con sus animales gracias a la compasión y al espíritu de solidaridad, muy acentuado en toda la zona de los vecinos más cercanos, en especial de las bravas mujeres de mineros y pescadores, quienes lo acogían con bondad.
Nos acompañó hasta llegar a nuestro vehículo. 
–Pórtense bien, muchachos! El bien siempre triunfa sobre el mal y me alegro de conocer a dos detectives, que también luchan por la justicia.
Al mirar al feble hombre por el vidrio trasero, lo vimos despedirnos moviendo suavemente su mano, con la frente en alto y una actitud muy acorde con su personificación.
Nos alejamos con una sonrisa amarga en los labios y una gran pena en el corazón. Mi mente llena de encontrados pensamientos, estaba fija en la tragicomedia que acabábamos de presenciar; la supervivencia era cruel. ¿Cuántas veces nos refugiamos en la fantasía para fugarnos de la triste realidad?
Me encogí de hombros con profundo suspiro ante la sarcástica mirada de mi amigo.
–Vamos, Flaco, no te pongas triste. Al menos el pobre hombre es feliz creyéndose el Capitán Maravilla.
La voz de González sonó suave y conciliadora.
Y allí, escondido entre árboles y retamos, seguían vivos el mito de un ser superdotado y el recuerdo de un palacete que morían poco a poco, ante la espectacular belleza del mar azul, surcado por barcos y botes en medio del chillido de las aves marinas que el viento llevaba por entre la vegetación hasta los oídos del viejo Capitán Maravilla.


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