El manto púrpura o el sexo sacro Parte I

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La sensualidad de Luz es inocultable. Incluso cuando viste formalmente para ir a misa todos los domingos. Es imposible no percatarse de su trasero, de su breve cintura y de su pequeño pero muy firme busto. Siempre que la veía, trataba de adivinar si las bragas que estaba usando eran las mismas que alguna vez pude ver cuando entré a su baño en una emergencia. Ella había usado unos ganchos para colgar algo de su ropa interior en la zona de la regadera. La ropa no estaba a la vista, pero mi indiscreción y tentación fue mayor y no pude resistir tomar alguna para frotarme con ella y masturbarme muy rápido.

Yo sabía que era prácticamente imposible seducir a una mujer como ella. Con sus principios morales y religiosos tan rígidos  además de su trato siempre amable y respetuoso, yo no podía encontrar ningún resquicio para insinuarle nada. Sin embargo si percibía que ella se daba cuenta de mi atracción casi obsesiva.

La oportunidad se empezó a configurar cuando en el saludo más casual nos empezamos a dar ese beso tan inocente como acostumbrado en la mejilla. Yo me quedaba temblando de deseo con ese pequeño roce de su piel. Fantaseaba y entonces a medida que se consolidó esa costumbre, yo acercaba cada vez más mis labios a los suyos hasta que logré tocar la comisura de su boca. Después logré traslapar la mitad de ellos con los míos. Ese día sentí que ella se había dado perfectamente cuenta de la intención pero no dijo nada pues incluso su esposo no percibió ninguna otra intención. Cuando me enteré de que él se encontraba en una comisión de trabajo, inventé que necesitaba una herramienta. Entonces llegué a su casa y por fin el beso fue directo a sus labios sin ningún disimulo. Ella tuvo ese arco reflejo de alejarse y solo dijo ¡Ay Arturo! Al mismo tiempo esbozó una sonrisa que dejaba ver el hecho como un accidente fortuito en el que ella tenía algo de culpa. Yo no dije nada y actué de lo más normal. Cuando encontramos lo que buscamos, yo le dije “perfecto, esto me sirve. Por cierto, ¿cuándo regresa tu esposo?” Ella contestó alzando los ojos, “Uy apenas se fue hoy y va a estar una semana fuera”. “Bueno, le dije. Por favor ya sabes, cualquier cosa que necesites me dices”. “Gracias, claro que sí”, contestó. Le dije “te traigo esto en un momento” y sin darle tiempo a reaccionar, volví a plantarle un beso en los labios y antes de que ella pudiera decir nada, salí corriendo. Solo alcancé a oír que dijo “¡Pero Arturo! “.

No regresé ese mismo día pues estaba muy nervioso y decidí entregarle la herramienta hasta el día siguiente. Calculé cuidadosamente lo que iba a hacer. Cuando llegué solo le dije “Hola Luz, ¿cómo estás?” y entonces di el paso decisivo y ya sin disimular o hacer que pareciera un accidente, le di un beso más real que solo duró un segundo. Ella dió un paso atrás y se sonrojo como un tomate. Yo le sostuve la mirada y ella dijo titubeando “¡Pero, ¿por qué haces eso?” “yo nunca te he dado motivos”. Yo le dije ansioso, “Yo sé que no me has dado ningún motivo, pero no puedo más. Estoy perdidamente enamorado de ti”. Ella me vió muy sorprendida y antes de que pudiera decir nada, me acerqué y ahora la besé abrazándola. Esto me permitió sentir la humedad de sus labios que se entreabrieron por la presión de los míos. Ella se alejó dando un paso atrás. “Arturo, tú sabes que esto es imposible. Yo nunca podría traicionar a mi esposo”. Yo estaba completamente excitado y tomándola por lo hombros le dije: “no quiero que lo dejes de querer ni yo quiero dejar a mi esposa, pero no puedo más con esta atracción hacia ti. ¿Acaso no sientes absolutamente nada por mí?”. Se le humedecieron los ojos y se quedó estupefacta. Entonces empezó a llorar con la mirada puesta en el suelo. Yo me acerqué de nuevo y la volví a besar. Ella no se alejó y solo alcanzaba a decir: “no debemos, no debemos”. Ahora no se alejó y ese beso se volvió profundo y húmedo como el mar. Mis manos bajaron y por fin pude tocar su magnífico trasero. Ella hizo un ligero intento por separarse diciendo: “eso no por favor, eso no”. Ya era tarde. La tomé con fuerza y la besé sin parar. En el cuello, en los hombros, en los brazos, al mismo tiempo que le hacía sentir mi hinchado miembro. Ese día ella se había puesto un pantalón short formal que desabroché hábilmente y puse en el suelo inmediatamente. Sus bragas de encaje dejaban ver su hermosísimo monte. Ella empezó a llorar y a gemir. Entonces no sabía qué hacer. Pensé que quizá había empleado demasiada violencia y que podría prácticamente estarla violando. La solté y empecé a acariciarle muy suavemente por encima de las bragas. Alejé mi cara y esperé a ver su reacción. Sentí la humedad de su vagina. Ella temblaba no sabía yo si de miedo o excitación. Entonces ella sin poderse contener más, se acercó para continuar con nuestros besos ahora más intensos. Ya no tuve piedad y en un santiamén estábamos completamente desnudos. Descubrí inmediatamente que ella nunca había recibido sexo oral y que simplemente tenía terror de intentar darlo. Sin embargo tuve que ponerle una mano en la boca cuando casi estaba gritando de placer al sentir mi lengua dentro de ella. Lo hicimos en la mesa del comedor, en el baño, en su recámara, en la cocina y no recuerdo en que otra parte de la casa. Se quedó dormida y completamente desnuda. Yo solo me vestí y me revise rápidamente para no despertar ninguna sospecha en mi esposa.

Cuando nos volvimos a encontrar ni siquiera me dejó acercarme. Solo dijo, tenemos que hablar. Ella fue directo al grano: “Lo que pasó no se debe repetir nunca. Hablé con mi confesor y estoy cumpliendo una penitencia. Por favor, no te vuelvas a acercar a mí”. No dije nada y me alejé.


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