Amarga Experiencia, Amarga Victoria. (1/3) ( Hecho real ).

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(Esta historia, para nada espectacular, sucedió tal como lo describo en el quehacer de la vida policial).

Sábado 08, 10 A.M.

El día parecía esplendoroso esa primavera, pude avistar un cielo azul desde la ventana de mi dormitorio de soltero en el segundo piso del Cuartel policial. Con rapidez, mientras me estiraba, hice mis planes para ese día con los jóvenes de la ciudad de Tomé que había conquistado recién llegado desde la capital y destinado a esa unidad. Primero llamaría a algunos para salir en moto a divertirnos

–Alooooo. –Alegre respuesta del segundo jefe, contestando el repiqueteo del teléfono; el Flaco Castro que dormía también allí, con la esperanza de ser trasladado a Santiago con su familia– ¿Cómo, … repítame por favor? Ya, sí… sí… Gracias.

–Cabrito, –me tomó el hombro– tenemos pega, Carabineros comunican que hay un cadáver en el andén de la estación ferroviaria.

Mientras nos vestíamos, corrimos buscando papel; no había máquina fotográfica, así era de pobre nuestra institución. Mi superior, un hombre sencillo y simpático, me advirtió que yo debía hacerme cargo del Sitio del Suceso, por haber pasado por la Brigada de Homicidios; que él no se sentía menoscabado por servirme de ayudante.

–Dicen que se trata de una mujer desnuda –comentó, mientras la patrullera corría hacia la playa.

En la estación no fue necesario preguntar dónde estaba la muerta, llegamos directo a un grupo de curiosos que formaban un círculo en la tercera vía, junto al andén de carga. Los policías uniformados tuvieron que hacer uso de cierta rudeza para apartar la morbosa curiosidad y permitirnos el paso.

Castro pidió a Carabineros que retiraran a la gente que casi impedía nuestro trabajo, destapó el cuerpo cubierto con papeles; sólo entonces vi el cuerpo desnudo de una mujer, cuya boca desdentada estaba trágicamente abierta, sus ojos vidriosos presentaban estrabismo divergente; unos 40 años de edad, contextura regular. Una herida de reacción vital donde tuvo su oreja derecha, ahora arrancada junto a parte del cuero cabelludo; otras heridas menores también con reacción vital en las extremidades. Le faltaban un seno y las nalgas, arrancados evidentemente post morten y, al parecer, por dentelladas animales.

Todo esto lo iba dictando, mientras el Flaco escribía los datos, después de haber hecho el correspondiente croquis a mano alzada, un burdo dibujo casi infantil, con indicaciones de posición del cadáver y medidas, en metros, de los lugares alrededor de la infeliz mujer (a tanta distancia de la línea férrea, del andén, de la estación misma). Examinada por olfato la boca, había un fuerte olor etílico, sus uñas sucias no mostraban piel o signo de defensa; en medio del silencio sólo se escuchaba mi voz describiendo los fenómenos cadavéricos que anotaba mi colega. Entre la multitud, que insistía en acercarse, alguien gritó: “¡Miren, la muerta tiene siete puñaladas en la garganta!” Miré el cuello, tenía siete rasguños superficiales; Castro comentó que parecían arañazos de perros y ya no le dimos ninguna importancia.

Pese a las apariencias, la fémina no presentaba signos de violencia sexual ni otra cosa que nos hiciera sospechar la acción de terceros. Su falda, blusa y zapatos estaban dispersos a varios metros; no tenía ropa interior ni su piel indicaba que la usara.

Terminamos nuestro trabajo, sin pensar que el comentario ignorante del curioso, nos traería desagradables consecuencias en muy poco tiempo. Los otros detalles técnicos no son relatados por ser demasiado crudos y largos de describir; con palabras lacónicas, costumbre policial, comentamos la causa probable de la muerte: fallecimiento por accidente, aparentemente atropellada por un convoy, coincidiendo la data de muerte con la hora del paso de un tren de carga por ese lugar.


Sábado 09,10 A.M.

A esa hora todo el personal estaba en el cuartel; el Jefe escuchó de Castro el informe de examen del Sitio del Suceso y nuestra opinión de la presunta causal de fallecimiento. Personalmente informé a la Prefectura Concepción del hallazgo del cadáver y, en forma resumida, di cuenta del examen en el lugar.

De pronto sucedió lo inesperado, aquello que nunca sucede en la Policía de Investigaciones de Chile: una llamada telefónica del señor Juez, atendió el Comisario Jefe. Luego de unos monosílabos, colgó y se dirigió a Castro y a mí.

–El Magistrado dice que Carabineros ha puesto a disposición del tribunal al conviviente de la finada, confeso de haberla matado con un cuchillo. –Su mirada penetrante y dura nos indignó. No alcanzamos a defendernos cuando nuestros propios compañeros nos rodearon y furiosos nos echaron en cara nuestro “terrible error” y que dejábamos como la mona a nuestra Institución; tuve la sensación más grande de desamparo. El Subcomisario “Flaco” Castro, a gritos pidió silencio:

–Me extraña que duden de ustedes mismos, pues todos manejamos los mismos conocimientos que cualquier detective debe tener. Si decimos que fue muerte accidental, así es y se acabó; ignoramos quién diablos dijo que el autor de un homicidio inexistente es la pareja de la pobre mujer.

La tensión era fuerte y el Comisario, quizás para evitar que las cosas pasaran a mayores, pues conocidas eran nuestras reacciones rápidas y agresivas, entre serio y en broma, conciliador terció:

–Basta la palabra, basta la palabra, les creo, pero ahora debemos ir al tribunal, porque el Juez quiere hablar con ustedes.

Ante los gruñidos de nuestros camaradas que continuaron increpándonos, los mandé al diablo y les argumenté que ellos no vieron el Sitio del Suceso, por lo tanto no tenían opinión.

El Juez, un hombre severo y consciente de su labor, me miraba fijamente con el ceño fruncido; dominé a tiempo mi indignación que casi me hace faltarle el respeto a la autoridad del hombre, cuya reputación era ser un magistrado justo; me había preguntado A MÍ y no al superior jerárquico que es lo debido: “ ¿Está seguro de la causa de muerte de la mujer?”.

–Sí, Su Señoría. –No rehuí su mirada y mi voz sonó bastante subida de tono, pese a la dureza de su actitud– Las heridas contusas en la víctima no presentan señales de violencia atribuibles a terceros.

El Magistrado se tomó el mentón:

–Y ahora, ¿Qué hago con el detenido y el puñal?

Nos enteramos que familiares de la difunta habían interrogado duramente al conviviente, un humilde pescador, cuya casa era una choza de una caleta cercana. No deseo comentar cómo lograron una confesión tan seria, que contradecía totalmente los conocimientos científicos que poseemos los detectives.

Regresamos a la unidad insertos en un tenso silencio dentro de la patrullera; desagradable experiencia, sin saber que esto sólo era el principio, la gente y la prensa nos iban a presionar más aún. La “fiesta” recién empezaba.


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