La cabalgata de Reyes.

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Luis, ajeno a las risas y el bullicio de la cabalgata de Reyes, mira la pantalla del viejo televisor con desgana. En realidad, el hecho de que las imágenes hayan dejado de verse en color porque el tubo de imagen tan solo le permite verlas en un tono rosáceo le trae sin cuidado. Aquel problema es tan solo un mal menor en la rutina de desdichas que se suceden en el día a día desde hace cuatro años. Nada comparable con tener que tragarse el orgullo y la rabia al mandar a sus dos hijos a la cama con medio vaso de leche mezclado con agua o al ver a su madre o a su suegra llorar mientras les ofrecen a él y a su familia un plato de caliente porque se ha acabado la prestación social con la que subsistían. .

Javier, su hijo de diez años, en cambio, no parece preocupado porque, a diferencia de los niños de la televisión, mañana no vaya a tener un juguete. La baraja que manosea y extiende una y otra vez a lo largo de la mesa parece tener más valor para él que la videoconsola más cara que puedan traerle los Magos de Oriente al hijo del concejal que, pintado de betún, monta a lomos de un elefante como el rey Baltasar. Esa resignación, al menos, consuela a Luis en aquella noche.

—¿Por qué se parecen tanto los reyes de esta baraja a los de la tele? —pregunta el chiquillo mientras le muestra a su padre el rey de bastos y señala al rey Melchor.

Luis sonríe pero también traga saliva para contener el llanto. Con aquella observación su hijo le ha demostrado que es mucho más despabilado que los hijos de esos fantoches que han montado esa cabalgata para solaz de sus niños arrancando, de paso, un buen pellizco al presupuesto municipal. En muy pocos años, a fuerza de examen y, sobre todo, de su natural inteligencia, Javier llegará a ser un buen abogado o, quién sabe, a lo mejor hasta juez. Pero antes de que eso suceda, también sabe que en los próximos meses él, al menos, podrá allanarle el camino del éxito con una simple papeleta depositada en una urna.


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