La muerte llegará con el amanecer. Homenaje a Leone

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Se ha levantado viento en el paso fronterizo de Santa Catalina. Las fuertes rachas lanzan puñados de arena contra la colada recién tendida, tiñéndola de ocre, y hacen ondear las faldas de las mujeres y los guardapolvos de los ganaderos, gente silenciosa y hosca inmune como pocos a los caprichos del desierto.

El silbato del tren suena a lo lejos. Avisa de la llegada de la larga serpiente de metal, madera y humo, y con ella del Progreso, hasta aquella zona deprimida de la frontera tejana, y con su estridencia asusta a un buitre que echa a correr con torpeza hasta que consigue levantar el vuelo. Ya en su elemento, ágil e ingrávido, contempla a vista de pájaro el pueblo de Santa Catalina, un punto insignificante en medio del gran desierto de Chihuahua formado por unas pocas casuchas de madera, matorrales resecos y la estación a la que se aproxima el convoy, acompañado a todo lo largo de su camino por los postes del telégrafo.

El ave rodea con elegancia el depósito de agua de la estación, y el molino de viento que lo alimenta –extrayendo con crujir de madera el valioso elemento de las entrañas de la tierra–, lo desvía hasta el edificio blanco y desconchando del banco, sobre el que frena el vuelo a fin de descansar las alas. La mole doblemente acorazada comparte la plaza central de Santa Catalina con la oficina del sheriff y la pequeña iglesia que le da nombre al pueblo, y el buitre, esclavo de su naturaleza rapaz, centra la vista en el temible cadalso erguido en ella, aviso explícito para salteadores y ladrones de ganado que se atrevan a romper la paz impuesta por la Ley a base de plomo, sangre y mal de soga.

El calor es asfixiante y Rubio espera cómodamente sentado a su próximo cliente a la sombra de un porche de madera que nunca conoció tiempos mejores. No piensa en nada concreto; se limita a contemplar el desolado paisaje, llenando su vista y sus pensamientos de montañas, arena y arbustos consumidos. Rubio tiene los ojos entrecerrados en una eterna mueca que no le abandona desde que se lanzara al deslumbrante sol del desierto. Ya no recuerda cuándo fue eso –todos los días son iguales en la frontera–, aunque podría asegurar que la barba no le despuntaba aquella mañana que abandonó la granja familiar para abrazar la atractiva leyenda del cazador de recompensas, hijo legítimo de una época donde siempre fue más fácil ganarse la vida disparando que preocupado por un coyote que rondara el cercado o del parto prematuro de un ternero a las tres de la mañana. Ahora, como la granja de su infancia, sus días de cazarrecompensas también han quedado atrás. Casado con una joven viuda y padrastro de su hijo de quince años, él mismo había enviudado recientemente a causa de unas malas fiebres, quedando de Carolina su recuerdo en forma de lápida, el cuidado del chaval y la funeraria que regentara su anterior marido; el destino puede llegar a ser tremendamente irónico.

Seis de la tarde. El día se acaba y su cliente se retrasa; el oficio religioso es más largo para los honorables ganaderos que fallecen de un infarto en el burdel del pueblo que para un peón de granja muerto durante una reyerta de borrachos. Los martillazos del herrero y el chasquido del látigo de una de las pocas diligencias con la que el sistema ferroviario no ha logrado acabar, hacen de acompañamiento a la melodía sin nombre que un mozo de cuadras silba mientras barre las inmundicias del establo y de la vida, y esa composición improvisada, piensa Rubio, es la banda sonora perfecta del mundo que les ha tocado en suerte, fiel reflejo de toda su dureza, crueldad y, por qué no reconocerlo, de su cautivadora armonía.

Rubio aspira con deleite el humo del purito que sostiene entre sus labios, en la comisura izquierda, y se lleva con gesto maquinal la mano a la cartuchera que por costumbre de siglos asegura cada mañana al muslo derecho, acariciando el Colt Navy que tantas veces discutiera por él para hacerle ganar un buen puñado de dólares. Y cuando fija de nuevo la vista en el horizonte descubre una figura a caballo que la inmensa bola del crepúsculo hace rielar; una silueta que reconoce a pesar de la distancia y el tiempo transcurrido desde la última vez que sus caminos se cruzaron.

 

*        *        *

 

–Me sorprendes, viejo. ¿Aún en la brecha?

–No todos somos prósperos hombres de negocios como tú. Nunca te habría imaginado al cargo de una funeraria, Rubio.

–Es un negocio siempre en alza… Lo sabes mejor que nadie, viejo. Y los clientes ya vienen muertos, con lo que me ahorro el coste de las balas.

»¿En quién has puesto ahora los ojos?

–En los hermanos Fierro.

–Mala gente...

–Los persigo desde Las Vacas. No creo que me lleven más de medio día de ventaja.

»¿Por qué no vienes conmigo, Rubio? Me vendría bien tu revolver y te pagaría el cuarenta por ciento de la recompensa.

–No aceptaría menos del cuarenta y cinco, viejo, y los gastos correrían de su cuenta.

»Pero ahora tengo un negocio y un hijastro que cuidar.

–Te has convertido en un ciudadano ejemplar.

–Así es. Hasta tengo una casita al oeste del pueblo, de paredes blancas y tejado a dos aguas.

–¿Con una enorme yuca plantada en la verja de entrada?

–Mmmmmm… ¿Cómo lo sabes, viejo?

–Lo siento, Rubio. Los Fierro pasaron por allí.

–¿Y el chico?

–Llegué tarde. Lo siento, muchacho.

»Descansa junto a la otra tumba.

–Gracias, Coronel.

–...

–Me convenció de que ya era mayor; de que era capaz de guardar la casa en mi ausencia.

»Incluso una vez dijo que me mataría si le hacía daño a su madre.

–Los chicos son así de orgullosos. No te puedes culpar por lo que ha pasado.

»Disparó su escopeta. Hay manchas de sangre en el camino de fuga.

–Entonces murió como un hombre.

–...

–Bébete el café, Coronel. Daremos con los Fierro al amanecer.

–¿Y el negocio? ¿Y la casa de paredes blancas y tejado a dos aguas?

–Sólo fueron otro espejismo del desierto.

 

B.A., 2.016

 

Nota: «La muerte llegará con el amanecer» es mi sincero homenaje a la obra del maestro Sergio Leone y de su más destacado discípulo, Robert Rodríguez.


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