Mi sobrina Casandra Parte I

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Es increíble cómo pasa el tiempo. Esta exuberante chica es la misma que yo cargué cuando recién había nacido. Es Casandra mi sobrina política, hija de mi cuñada y mi compadre.

Siempre fue una niña muy simpática y afable. En la fiesta de sus quince años lució ya como lo que era: una princesa bellísima. Con un rostro de ángel y un cuerpo que gritaba al mundo que era toda una mujer.

Después de la explosión hormonal que afortunadamente solo dejó una huella pasajera en su rostro, definitivamente la mariposa había salido del capullo. Inmediatamente atrajo a los lobos. Muchachos de su escuela que morían por tan solo estar a su lado; por acompañarla o cargarle sus cosas. Ella, sin falsa modestia o grandes pretensiones, solo se divertía y disfrutaba su reinado.

Alguna ocasión vi que aceptó como novio a un chico que parecía más grande que ella. Después me dijeron que era de un grupo más avanzado. A ella no le gustaban los niños de su edad y al parecer buscaba alguien con quien platicar o hacer cosas más interesantes. No pude evitar sentir cierta punzada cuando una tarde al pasar hacia mi casa, la vi abrazada con ese chico. Se estaban besando como si fuera la última vez que lo pudieran hacer. Solo pensé, “¡qué suerte tiene ese chamaco! Pensar que mi sobrina es tan hermosa”.

A casi un año de ese episodio, estábamos celebrando el cincuentavo aniversario de su papá, mi compadre, que es de mi misma edad con un mes de diferencia. Casandra tenía 18 años entonces. Yo estaba en ese tiempo haciendo mi segunda licenciatura que era de matemáticas. A todos les había llamado la atención que tuviera ánimo para estudiar tal licenciatura a pesar de tener una maestría y estar a punto de jubilarme. Casandra no fue la excepción y me dijo cuando estábamos todos reunidos. “Tío, ¿me podrías ayudar para estudiar cálculo integral? Es que el maestro reprobó a muchos y yo no fui la excepción. En dos semanas tengo la última oportunidad para aprobar de manera normal”.

Nada pasó por mi mente sino solo preparar la estrategia de enseñanza a pasos forzados y que fuera la de mayor eficacia.

Empezamos rápido y me sorprendió su agilidad mental y rapidez para asimilar. No entendí cómo puede haber maestros tan torpes. Ella durante una semana asistió a mi oficina y hacía ejercicios durante horas hasta terminar rendida. Yo sentía que estaba entrenando a un atleta de alto rendimiento. En las sesiones en las que le explicaba la teoría sobre el escritorio, se acercaba a mí con toda la confianza. Entonces empecé a sentir otra cosa. Su cabello ondulado olía a flores y lo tenía a unos centímetros de mi nariz. Su generoso escote me permitía ver a placer la tierra prometida. Se recargaba con toda la confianza y no pocas veces cuando terminaba exitosamente algún ejercicio difícil, se entusiasmaba como una niña y me abrazaba con un beso en la mejilla que me hacía sentir en las nubes. Más que el beso, era sentir un cuerpo tan turgente y firme. Sus pechos parecían de roca y la sensación de sus pezones me duraba por días enteros. Anhelaba el siguiente festejo.

En los últimos días de su entrenamiento fue imposible no notar que en lugar de sus amados jeans, empezó a usar faldas que la hacían ver como una verdadera diosa de la belleza. El bendito clima caluroso, la conminaban también a usar blusas muy ligeras.

Fue el penúltimo día de nuestro curso privado, cuando en uno de los festejos, previamente al abrazo y al beso, giró alegre. Tan alegremente que la falda generosa voló tan alto como le fue posible. ¡Yo estaba estupefacto! Su cuerpo era increíblemente delineado, con curvas perfectas, con piernas torneadas y una piel que parecía mármol. Giró y giró por aproximadamente cinco segundos en los que yo hubiese querido detener el tiempo. Solo una pequeñísima braga blanca de encaje cubría un monte perfecto. Sus nalgas eran la redondez y simetría perfectas.

Cuando dejó de girar, y vino a abrazarme y darme mi beso en la mejilla, yo estaba en otro mundo. Me imaginé besándola toda, desde la punta de sus hermosos pies, hasta el último de sus cabellos. Me abrazó y rápido regrese a la realidad. Entonces más por distracción que por intención, en lugar de poner la mejilla, al voltear, sus labios fueron a parar a los míos durante medio segundo. Sin embargo no me soltó de inmediato, pareció sorprendida cuando sintió el bulto que se había formado bajo mi pantalón. Ella entonces me soltó y rio a carcajadas. Me puse rojo como tomate y me senté atrás del escritorio para disimular. Ella con toda la naturalidad del mundo, solo dijo: “tío, ¿hacemos otros tres ejercicios difíciles?” “Claro que sí”, apenas pude contestar carraspeando para poder hablar.

Al final del primero de los tres ejercicios que ella pidió, volvió a gritar y a girar alegremente, pero sin quitar su vista de mi expresión. Después vino hacia mí y con mucho mayor tranquilidad me dijo: “tío. Tu premio”. Entonces puso sus brazos alrededor de mi cuello y me dio sendos besos en ambas mejilla. Pero ahora fueron besos suave, delicados y sobre todo duraron una eternidad. Yo sin fijarme y debido a mis nervios que estaban a punto de colapsar, puse mis manos bastante más allá de donde termina su espalda.

En el segundo ejercicio. Ya no giró. Solo caminó despacio hacia mí. Con toda la calma me abrazó y me dijo al oído “tío. Eres un genio”. Entonces el beso fue directo a los labios. Fue un beso más o menos breve y suave. Yo estaba en automático. Cerré los ojos y mis manos se empezaron a deslizar hacia sus magníficas nalgas. Ella en un movimiento ágil se zafó y dijo “el último” y se dirigió al pizarrón.

Estaba ansioso. Me temblaban las piernas cuando estaba cerca el exitoso final. Cuando terminó y corroboré que el resultado era correcto, de nuevo se encaminó hacia mí. Yo estaba esperando como el perro de Pavlov. No me quitó la mirada mientras se acercó. Muy lentamente me abrazó y yo cerré los ojos. Sentí sus labios rojos y húmedos. Sentí su lengua. Sentí como mis manos alzaban su falda y por primera vez tocaban ese mármol suave, blanco de la piel de sus nalgas. Ella solo hizo un leve gemido. Nuestras lenguas se entrelazaron sin recato. De pronto ella puso su mano sobre mi bulto que palpitaba y anhelaba la libertad. Yo en retribución, empecé a acariciar el monte más suave y hermoso que había sentido en mi vida. Ella empezó a jadear. Se quitó la blusa que junto con un hermoso sostén fueron a dar al suelo. Lamía sus pezones que parecía que apuntaban al cielo. Le bajé su falda y ahora solo tenía puestas su brevísima braga y su chanclas. Yo me hinqué ante la diosa de la belleza. Casi lloraba de emoción y mi lengua recorrió sus muslos, sus nalgas, su braguita que me reservaba el último misterio; sus pechos increíbles;  terminé mi recorrido en sus boca que esperaba ansiosa.

“tío, tío”… “¿Qué pasa hija? ¿Qué pasa?” … “Hazme tuya”


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