LOS JUGUETES ROTOS ACABAN SIEMPRE EN UNA BOLSA DE BASURA.(Capítulo 3)

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                                                      Capítulo 3

 

08.50 a.m.

 

La puerta se abrió lentamente...

Sandra Luna asomó la cabeza para echar un vistazo rápido al interior del domicilio de su hijo. Y lo hacía con una pizca de temor y varios puñados de prudencia. Sabía que estaba quebrantando el acuerdo al que habían llegado hacía escasamente un par de meses.

“No, a las visitas que ella le hacía casi a diario y por sorpresa.”

Así... sin más.  

Acuerdo que Sandra aceptó con resignación, pero sin poder ocultar un gran disgusto.

Iván llevaba algún tiempo dándole vueltas a la cabeza. Buscaba la manera menos dolorosa y el momento adecuado para suplicar a su madre, (se pondría de rodillas si era necesario, aunque para él, esa postura fuera literalmente imposible de adoptar) que no viniera a verle un día sí y otro también.

Sabía que la medida no la haría ninguna gracia. Que para ella sería muy difícil comprender sus razones, pero también estaba convencido de que había llegado la hora de empezar a experimentar personalmente la agradable sensación de libertad que debe sentirse cuando uno está verdaderamente emancipado. Y él, ya llevaba dos años viviendo solo, por decirlo de alguna manera, porque su madre pasaba tanto tiempo en su casa que tenía la impresión de seguir viviendo con ella.

Lo que no le abandonaba era esa continua y obsesiva sensación de que, a cualquier hora, en cualquier momento, abriría la puerta con la copia de la llave que tenía en su poder, y una vez que ya estaba dentro preguntaría en voz alta: "¿Se puede..? ¡Soy yo..!

¡¡Cuántas veces se había arrepentido de dejarla en sus manos!!

Era consciente de que la medida sería más dolorosa que encajar un fuerte puñetazo en el estómago. No era plato de buen gusto. Se la veía con tanta ilusión al poder seguir ocupándose de él, y ahora, iba a arrebatarle esa motivación. Tenía cierto remordimiento de conciencia, como si estuviera robando la limosna a un mendigo.

De todas formas, no se trataba de cortar sus visitas de manera indefinida, sino de dejar un espacio prudente entre una y otra. Y por supuesto, olvidarse de entrar por sorpresa utilizando la copia de la llave. Quería recuperar el verdadero sentido de la frase: "Me alegro de verte mamá". Poco a poco se iría acostumbrando a la nueva situación.

Tampoco era necesario dramatizar sobre un asunto que debería tratarse como algo natural.

Quizás, él tenga su parte de razón. --consideró Sandra en la soledad de su automóvil mientras conducía hacia casa. Estaba furiosa después de haber mantenido la conversación con su hijo. Nunca se hubiera planteado, ni tan siquiera se le habría pasado por la cabeza, la posibilidad de que pudiera sentirse saturado de ella y su ayuda desinteresada.

Quizás, estaba pecando de ser demasiado protectora y empalagosa. De estar muy pendiente de que su vida en solitario resultase lo más placentera posible, y sabe Dios que lo hacía con la mejor de sus intenciones. Comprendía que el pobre pudiera estar un poco harto de sus visitas.

Quizás sí, reconoció. Probablemente, se estaba pasando de la raya en su afán protector, y más que su madre, comenzaba a parecer su guardaespaldas.

A partir de ese día, Sandra no tuvo más remedio que reprimir sus apetencias visitadoras y dominar esa patológica tentación suya de ir tan a menudo a su casa para comprobar, (¿o sería más acertado, según su hijo, utilizar otro verbo? Inspeccionar. Controlar. Husmear. Vigilar. Dirigir. Gobernar… etcétera, etcétera) que no necesitaba una ayudita femenina en las tareas domésticas. A lo que ella nunca se negaría, es más, aceptaría con sumo placer, porque necesitaba sentirse necesitada. Desde que su hijo se fue a vivir solo, echaba muchísimo de menos su rol de madre.

En más de una ocasión, Iván la había sorprendido abriendo disimuladamente el frigorífico para asegurarse de que no le faltaba comida. Mirando dentro del cesto que había en el baño, junto a la lavadora, por si contenía ropa sucia que ella pudiese lavar. Pasando el dedo por encima de los muebles para medir el nivel de polvo acumulado y, como no... siempre soltaba alguna de esas frases típicas y repetitivas que forman el amplio repertorio de consejos de madres a hijos:

“¿Estás comiendo bien cariño? Te veo un poco más delgado”. Era su favorita.  

Sandra actuaba como si no quisiera darse cuenta de que su niño ya tenía veinticuatro años y habían quedado lejos los juegos en el parque con sus amigos. Los besos al despedirse antes de entrar al colegio. La seguridad y el cobijo de sus abrazos en las noches de pesadillas. Y no estaba ni mucho menos en disposición de admitir que sus continuas atenciones también habían dejado de ser necesarias hacía ya tiempo.

A menudo, pensaba apenada en lo difícil que es para una madre tener que hacerse a la idea de que tarde o temprano, llega el temido día en el que los hijos rompen definitivamente el cordón umbilical virtual que aún les une a la figura materna, para descubrir por sí mismos el complejo mecanismo del mundo exterior. Es ley de vida, se decía… Pero sin duda, la vida tiene un ramillete de leyes que son claramente injustas las mires por donde las mires.  

Muy a su pesar, antes de aventurarse a pasar por su casa con la manida excusa de que tenía algunas cosillas que hacer por la zona, tendría que llamar por teléfono para recibir su visto bueno. Pero si de esta forma contribuía a que se demostrara a sí mismo que podía ser autosuficiente, ella no tendría el menor problema en aportar su granito de arena.

A cambio, e igualmente muy a su pesar, sin mostrar demasiado entusiasmo y bajo juramento obligado por su madre, Iván se comprometió a conversar con ella telefónicamente todos los días. Aunque sólo fuese un ratito. Con unos escasos segundos cada día, mamá se daría por satisfecha y paliaría, en cierta medida, la pena de no poder pasar a verlo siempre que a ella le hubiese apetecido.

Pero hoy no había ido a su casa precisamente de visita. Si estaba incumpliendo su parte del trato no era por iniciativa propia. Estaba allí, porque Iván había sido el primero en romper su juramento pasando olímpicamente de lo acordado.

Esa mañana no la había llamado. Siempre lo hacía a la misma hora, como si fuera un ritual. Justo antes de irse a trabajar. A las ocho a.m. en punto. Con la precisión de la lengua de los camaleones.

A las ocho y cuarto, Sandra ya estaba acabando de comerse sus propias uñas como parte del desayuno. Ese cuarto de hora esperando la llamada de su hijo se le hizo eterno. La resultaba imposible hacer cualquier tarea de la casa con esa desazón ocupando su cerebro.

No podía aguantar más. Descolgó el teléfono, y tecleó su número con la misma ansiedad que mostraría un fumador empedernido afanado en quitar el precinto de plástico al paquete de tabaco con mano temblorosa, arrepentido de haber tomado la errónea decisión de dejar de fumar apenas dos días antes.


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