Relato de un muerto

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Se podían escuchar los ladridos de un perro que atravesaban el cristal de mi ventana. A cada ladrido se iba construyendo a mi alrededor una cárcel de ladrillos que cada vez se hacía más estrecha y me daba una sensación de asfixia, aunque sin matarme del todo pues parecía que hubiera un minúsculo agujero por el que todavía entraba aire y que alargaba mi agonía.

Me desperté un poco aturdido, aunque enseguida se me pasó. Alcé la mano para tocar el interruptor de la lámpara de mi mesita de noche y lo encendí. La luz me quemó los ojos durante un buen rato. Alargué la otra mano y me puse mis gafas. Al levantarme lo primero que hice fue mirarme al espejo, pero el espejo había desaparecido. En su lugar se extendía un gran agujero oscuro y miré dentro. Miré al abismo y el abismo de devolvió la mirada. Cerré los ojos del susto y cuando tuve valor para abrirlos de nuevo, allí estaba el espejo reflejando mi pálido cuerpo.

Salí de mi habitación y fui al cuarto de baño para lavarme la cara. Intenté mirarme al espejo pero no fui capaz de mirarme a los ojos. ¿Acaso alguien puede mirarse fijamente sin sentirse extraño al ver su reflejo?

Volví a mi habitación decidido salir de casa. Abrí el armario y elegí una camiseta y unos pantalones cualquiera. Por casualidad me miré nuevamente al espejo pero todo lo que vi fueron unas ropas flotando en el aire sin cuerpo ni cabeza que la sostuviera. Todo aquello me parecía muy raro.

Salí de casa y empecé a bajar las escaleras, bajé al menos cinco pisos hasta que llegué abajo, preguntándome cómo es posible que el edificio no tuviera ascensor. Una vez en calle me volví para mirar mi edificio, que sólo tenía una altura de dos pisos.

La calle estaba desierta, no sé qué hora sería, pero sin duda era muy tarde o muy temprano. Caminé hasta llegar a un quiosco que parecía abierto. Entré y le hablé al quiosquero.

-          Hola, buenas tardes… o día. ¿Cuáles son las noticias de hoy? – pregunté.

-          Pues me temo que todos los periódicos abren con la misma portada, hijo. La Tercera Guerra Mundial es inminente. – me dijo el quiosquero.

-          ¿Pero, cómo? Si hace años que todo el planeta es un único país. – le respondí.

El quiosquero se me quedó mirando y no me dijo nada. Salí de aquel sitio muy confuso y quise volver a entrar para que explicase eso de una guerra. Pero el quiosco estaba cerrado. Entonces me vino un recuerdo, estábamos en 1962, en plena crisis de los misiles cubanos.

Continúe caminando largo rato hasta que llegué frente a un buzón que me llamó la atención. Tenía una nota en un lateral que decía: ábreme. Obedecí y saqué del buzón una pistola. También tenía algo escrito, decía: no tengas miedo, estoy vacía. Efectivamente pude comprobar que no tenía balas. Entonces guiado por alguna fuerza extraña me puse el arma en la sien y disparé.

En contra que lo que pensaba la pistola sí disparó y la bala me atravesó la cabeza, dejando caer la sangre por mis mejillas. Incrédulo, volví a dispararme en el mismo sitio y otra bala recorrió el túnel dejado por su hermana y se perdió en algún lugar infinito de la calle. Pero, un momento, ¿estaba muerto o vivo? Sin duda podía caminar como siempre. Pensé: eso es que debo estar vivo, supongo. Todo aquello me superaba.

Seguí andando, esta vez de vuelta a casa, cuando la calle empezó a llenarse de gente. Yo pasaba entre las personas pero ninguna me miraba, cosa extraña sabiendo que tenía toda la cara cubierta de sangre. ¿Por qué nadie me hacía caso? Sentí de repente una sensación de soledad, aún con todas esas personas pasando a mi lado, y quise que toda la gente de mi alrededor desapareciera.

Y cuál fue mi sorpresa cuando de hecho toda la gente desapareció. Tenía que estar muerto, no podía ser de otra manera. Y sin embargo, ¡me sentía tan vivo! Miré al Sol que resplandecía en el cielo y poco a poco lo fui atrayendo hacia mi mano mientras disminuía su volumen. Finalmente la estrella era del tamaño de una pelota y la sostenía en mi mano. Aquel era un espectáculo maravilloso, tenía el poder de la vida en mis manos. Definitivamente yo había muerto, pero sin embargo, era Dios, un dios muerto.

Devolví al Sol a su posición en el firmamento y seguí mi camino hacia casa. Cuando llegué sentí un cansancio terrible y opté por acostarme y descansar un poco.

Se podían escuchar los ladridos de un perro que atravesaban el cristal de mi ventana. A cada ladrido se iba construyendo a mi alrededor una cárcel de ladrillos que cada vez se hacía más estrecha y me daba una sensación de asfixia, aunque sin matarme del todo pues parecía que hubiera un minúsculo agujero por el que todavía entraba aire y que alargaba mi agonía.

Me desperté un poco aturdido…


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