LOS ANALES DE MULEY(3ª PARTE)(4)

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ANALES

            LXlV

   Fui un niño de la guerra

criado en un huerto

con un futuro incierto

recordando un pasado

ya lejano y muerto

sintiéndose agitado.

   En aquella linda huerta,

plena de árboles frutales

y silenciosos canales,

transcurrió mi triste vida

junto a otros mortales

que la dieron por perdida.

   La miseria y el hambre

a todo el mundo marcó,

más el rico se ensañó,

con odio y venganza,

de la gente que perdió

su guerra de esperanza.

   Yo fui un privilegiado

en aquella sociedad

machista y sin piedad

que empezaba a aflorar,

se huía de la deidad

impuesta para creer.

   Nunca he pasado hambre

ni me ha faltado trabajo

para acogerme al tajo,

pero fui obediente,

me eché un largo trago

y me sumí en la corriente.

   Escondí todo aquel ser

que se estaba forjando

y observaba callando

los entre hijos cotidianos

que iban triste ululando

por surcos muy cercanos.

   Fui testigo silencioso

de aquellos ricachones

que ondeaban sus pendones

enseñando su poderío,

limpié todos sus rincones

de mierda y amorío.

   Me convertí en escudero

de un viejo “señorico”

que se lo daba de rico

y de la gente abusaba,

le apodaban el “perico”

por la forma que hablaba.

   Siempre tenía que brillar

su sucia honradez

y su escasa sensatez

en sus sucios devaneos,

no admitió su vejez

amando siempre los jaleos.

   Limpiaba sus vergüenzas.

Como un sol resplandecía

cuando de nuevo aparecía

ante ignorante gente,

ni su mano me ofrecía

aquella estoica mente.

   Guardo muchos secretos,

escabrosas situaciones,

malévolas acciones

de un viejo mentecato

henchido de pasiones

para pasar solo un rato.

   Hasta en el simulacro

de su muerte ayudé,

con discreción actué

raudo y sin conjeturas;

aquella noche guardé

todas aquellas monturas.

   Desde su médico amigo,

pasando por el juez,

acudieron a la vez

mostrando su amistad,

compañeros de vejez

que ofrecían su lealtad.

   No vi su inerte cuerpo

aquella trágica noche,

solo vi algún que otro coche

saliendo o entrando,

y oí voces de reproche

hacia el cielo bramando.

   La clase innata del pueblo

en la huerta se presentó,

su lealtad esgrimió

mostrando su sumisión,

nadie el silencio turbó,

pero lloró la mansión.

   Pero el arma del delito

oculta se encontraba,

en la habitación se hallaba

con sigilo custodiada,

todo el mundo callaba

de manera preocupada.

   Fue culpable una furcia

de aspecto repugnante,

esa noche fue su amante

de lascivia revertida,

la pulsión fue detonante

de una edad ya perdida.

   Falleció fornicando

con la meretriz de turno,

fue un placer nocturno

que a la muerte lo llevó,

era un hombre taciturno

que sus riendas avivó.

   Fue pura meditación

aquella noche fatal,

pues bajó la moral

de toda la concurrencia

que de una forma crucial

se llenó de indulgencia.

   Callados reflexionaban

como salir del evento,

se buscaría el momento

y las causas del muerto

para evitar un lamento

y arribar a buen puerto.

   Se olvidaron de la causa,

se le achacó al corazón

y fue buena reflexión,

pues todo va con la edad;

dieron con la solución

aunque voló la verdad.

   La causa estaba encerrada

junto con su compañera,

pues no era la vez primera

que furcias allí acudían,

se hacía una orgía putera

y con dádivas salían.

   Estaba a buen recaudo

con su amiga de viaje

embutida en su traje

de pulsión sexual

y mantuvo el coraje

hasta el momento final.

   Pero había que callarlas

y no descubrí el ajo,

les importaba un carajo

las furcias con entereza,

pero era un mal trago

lleno de ardor, de aspereza.

   Yo fui el guía de las furcias,

el andante escudero

que por sinuoso sendero

al pueblo las llevé

y aun fiel posadero

raudo las entregué.

   Aún guardo aquel secreto,

otros tantos que callé

y acciones que observé,

fui sano testigo mudo

de un clan a quien odié,

más me resguardé en mi escudo.

           LXV

   Sin pena y sin gloria

mi adolescencia pasó,

solo trabajo encontró

en un mundo de mayores

donde su alma se agitó

ante tantos desamores.

   Cuando quise darme cuenta

me marcó la pubertad,

mis ansias de libertad

enmarcó mi rebeldía

y con suma ansiedad

el tiempo largo se me hacía.

   Mi indomable juventud

me hacía bostezar

para mi alma sosegar,

más tenía que ser prudente

y saber dónde pisar

para ser algo coherente.

   Aprendí a ser sumiso,

obediente, reservado,

estaba bien pensado

para acallar mi rebeldía

y nunca ser molestado

aunque enmudecer me dolía.

   Al considerarme adulto,

rey del mundo me creí,

desacato cometí

a mi férreo “señorito”

y satisfecho me fui

a tierra del morito.

   Pagué cara mi osadía.

Mi madre y sus razones

me bajaron los pantalones

para siempre enmudecer,

volví hacer las funciones

sin notar amanecer.

   Aquello marcó mi vida

para toda mi existencia,

actuaba con prudencia

para mi amo agradar,

usaba la tolerancia

para todo acatar.

   Mi madre me hizo entender

que callar mejor sería

y pan siempre se tendría,

tiempo era de poquedad,

pero el “señorito” poseía

toda nuestra ansiedad.

   Mi madre estaba unida

al campo y a sus labores,

a la huerta, a sus flores,

a su exiguo pasado

bien nutrido de picores

con un llanto agraviado.

   También estaba unida

a ese amo repelente,

escondía su simiente

y callaba sus razones

con reseña suficiente

que ahogaba conclusiones.

   Era mujer muy seria,

pero esgrimía talante,

pasó al hambre por delante

y calló mi corazón;

no sé si fue tunante,

más comprendí su razón.

   Me volví más apocado

cada día que pasaba,

solo en trabajo pensaba

olvidando mí persona,

las cuentas bien llevaba

de aquella vieja casona.

   Me olvidé de las hembras,

de su olor, de su perfume,  

del deber que se asume

cuando las vas cortejando,

de aquello que se presume

cuando las vas rondando.

   Yo no era un invertido,

y promiscuo tampoco,

ni era un pobre loco

con manías extravagantes,

pero esperaba un poco

para ver buenas amantes.

   Misógino nunca he sido,

menos aún maltratador,

ni tampoco violador,

aprecio a la mujer

por sensual, por su candor,

por su instinto a querer.

 

 


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