Joajana

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Magran. Sí, definitivamente, ése era su día preferido de la semana. Ni suque ni gauda, magran. No llegaba a comprender el porqué, pero de los ocho días de la semana, ése era el mejor. La comida sabía diferente, sí, así como con una textura más suave. Había menos ruido y, sobre todo, Yebel paraba menos por casa. Eso era lo mejor.

Adoraba a Quinea. Era dulce y tierna. Le hacía sentir bien. Su olor era inconfundible, una mezcla entre canela, cebolla y detergente. Venía todos los días y, a diferencia del resto, estaba sólo unas horas por la mañana. Se dedicaba a cocinar, quitar el polvo a los muebles y ordenar la casa. Aunque pasara ese absurdo y horrible aparato por el suelo, la adoraba. Eso sí, un día de éstos, le pensaba decir cuatro palabras acerca de la conveniencia del uso del aspirador en su presencia.

Qué decir de Lodor. Al parecer, era el jefe supremo. Lo sabía porque el resto le hacía caso sin poner demasiadas objeciones. Se marchaba por la mañana temprano, el primero, antes de que los otros se levantaran, y llegaba tarde, cuando ya todos estaban cenando. Solemne, alto, con voz grave. Solía ir muy elegante, con su traje, su corbata y sus mocasines. Esos zapatos le encantaban. No eran unos cualquiera. A diferencia de los zapatos de los otros, éstos eran de una piel vacuna de calidad indiscutible. Su olor, excelente. Era lo que más le gustaba de él.

También estaba Sura, con la cual mantenía una turbulenta relación de amor-odio. Tan pronto le hacía sentir la reina de la casa como le gritaba, de forma incomprensible, porque recitaba unos versos de Neruda en su momento de inspiración, a las dos de la mañana. No lo entendía. ¿Acaso le reprochaba ella su mal gusto combinando blusas y complementos? De todas formas, por lo que aprendió con los años, era la encargada de ponerle de comer. Eso, sin duda alguna, le confería un aura de Diosa. Sí, con mayúsculas.

De vez en cuando, una vez cada treinta o cuarenta días, había calculado, de forma aproximada, Lodor y Sura hacían extraños ruidos en el cuarto donde dormían. Diría que se peleaban, o algo parecido. Chillaban, ambos. No entendía porqué se hacían daño el uno al otro. Su preocupación, sin embargo, iba más allá. Los odiaba, porque cerraban la puerta. No había peor cosa que una puerta cerrada.

Y luego estaba Yebel. Aún no entendía porqué ese estúpido niño, que no paraba de cogerla, achucharla y besuquearla todo el rato (sinceramente, le provocaba náuseas) insistía en llamarla misha o, peor, pretender que su nombre era Xara. ¡Que no, su madre le puso Joajana! Un día de éstos, cogía la puerta y se largaba escaleras abajo a pedir asilo político al vecino del cuarto tercera.


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