Tobías (Final)

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         Felipe llegó antes de las cinco de la mañana a su paradero, desde allí daba el tiempo que llevaban uno y otro bus. Doña dolores, en cambio, poco después de las ocho de la mañana a esperar el bus que la dejaría cerca de la procesión. Ambos cruzaron miradas un par de segundos sin dar mayor importancia a lo que veían. Minutos después dos perros aparecieron en la escena, jugueteaban como lo hacen todos los perros. De pronto uno de ellos parecío haberse emocionado y empezó a montar al otro. Con el miembro al aire sacudía la cadera a toda velocidad mientras ambos observaban.

            Felipe, al ver esta escena, encontró una sonrisa perdida desde hace muchos años. Recordó sus mejores épocas con Tatiana, con Fabiola, con Astrid, e incluso recordó a Claudia. Cuando este último nombre resonó entre las paredes de su cerebro, esa sonrisa tímida titubeó, y entonces regresó hace ya veinticinco años atrás; cuando la conoció.

            Era Claudia en ese entonces, un monumento a la mujer peruana, con sus curvas y sus formas perfectamente distribuidas. Llevaba y traía hombres a su antojo, hipnotizándolos con su caminar altanero y sinvergüenza. Y Felipe, por su parte, cargaba en sí aquella postura pretenciosa, con la ambición clavada en la mirada y un futuro prometedor en el tercer ciclo de Administración. Ambos coincidirían en una fiesta universitaria y terminarían revolcándose en una de las habitaciones. Bajo el efecto del alcohol Felipe no consigue recordar hasta ahora en qué momento compartiría su número, pero al cabo de cuatro semanas se enteraría de que sería padre.

            Y al divulgar la noticia, perdería todo el apoyo que sus padres le brindaron hasta entonces. Era en ese punto, tal y como ellos lo dijeron, la decepción de la familia. Felipe fue entonces catapultado a la incertidumbre. Dejó su casa, los estudios, las fiestas, los amigos y todo lo que conocía como vida; para convertirse en un trabajador más, un padre improvisado, esposo de una mujer que no amaba ni deseaba estando sobrio.

            Las primeras tres noches las pasó llorando en casa de un amigo. Entre la oscuridad y el silencio de la madrugada. Apretujaba su rostro contra la almohada y silenciaba sus sollozos de sufrimiento. Sin embargo, gracias a sus influencias aún existentes, Felipe saldría a flote a punta de trabajo y sudor. Conseguiría un empleo digno y lograría así apaciguar las exigencias de una mujer, que en la desnudez no era más que una arpía.

            Poco a poco Felipe fue acostumbrándose a aquella vida miserable. Para cuando nació Gabriela, su madre ya había empacado un embarazo no deseado y un montón de planes frustrados en una maleta. Solo entonces Felipe se daría cuenta de la magnitud de sus actos irresponsables. Y con ella, llegaría otra oleada inmensa de depresión.

            A Gabriela la llevaron a un orfanato. Sus abuelos no quisieron hacerse cargo de ella y su padre estaba tan ido de sí mismo que resultaba más un peligro para ella que un apoyo. Hoy que lo recuerda, de Gabriela no sabe nada desde hace años. Cuando cumplió la mayoría de edad salió del orfanato en silencio y en silencio desapareció. Felipe, que periódicamente solicitaba información sobre su hija, a quien nunca se atrevió a hablar por vergüenza; quedó hecho trizas: desempleado, fracasado y ahora abandonado.

            Los perros que andaban inmersos en sus juegos sexuales, ahora retomaban la posición anterior. Se mordisqueaban y soltaban conatos de ladridos. Fue entonces cuando doña Dolores gesticuló de ese modo, desaprobando totalmente la escena, pero sin poder evitar recordar aquel momento desenfrenado. El último momento de vida de su venerado don Genaro.

            Fiel a sus costumbres italianas, don Genaro mantenía la libido y la pasión encendida. Mantenía también en el primer cajón de su cómoda un blíster de pastillas azules con las que permanecía activo a pesar de sus gastados sesenta años. Sin embargo, en las últimas noches, aquellas pastillas no resultaban tan efectivas como era usual y don Genaro decidió ingerir dos tabletas en vez de una.

            Media hora después se sentía el semental más afortunado del planeta. Montaba a su mujer con destreza y derrochaba toda la experiencia conseguida en los años de exploración carnal. Entonces llegaron las punzadas intensas en el pecho. Don Genaro las ignoraba pero en el fondo sabía que su imprudencia sería su último error; y así fue. Cuando se disponía a hacer el giro habitual para culminar el acto, la punzada lo tiró sobre la cama, lo obligó a encogerse y abrazar su pecho y después, simplemente le quitó el aliento.

            Doña Dolores jamás supo la razón exacta de su muerte. Se culpó durante noches enteras por permitir que su marido se exigiera como lo hacía por las noches. Culpó a la lujuria, a la gula, y sobre todo a ella misma. Ahora recuerda los momentos más tristes de su larga vida, mientras ve a los perros jadear y agitarse por el movimiento.

            De pronto alguien más apareció en la escena. Era la dueña de uno de los perros que llamaba al suyo. El can entonces, olvidó su posición dominadora y corrió detrás de la señora, desapareciendo así de la escena.


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