UN AMOR INTERRUMPIDO

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Querría terminar de escribir una vieja historia interrumpida hace muchos años.

La he encontrado por casualidad en el fondo de un cajón que no abría casi nunca, dentro de un viejo diario con la cubierta negra. No sé durante cuánto tiempo esta historia inacabada ha esperado, conservando entre aquellos folios consumidos y amarillentos la carga de conmoción, de latidos, de sensaciones, de recuerdos y quizá también de lágrimas que la hicieron nacer.

Cuando he vuelto a leer esas letras, escritas con una vieja estilográfica constataba con estupor que no recordaba ya la continuación de aquella historia. Me resurge entonces la duda de que otro hombre la hubiese escrito. Por la caligrafía usada, debía ser aún un niño, quizá no tenía más de trece años.

Recordaba, a través de lo escrito, una gran casa colonial de dos plantas, con grandes arcos de piedra de color rojo vino, con las habitaciones rústicas de grandes ventanas desde donde asomándose se podía ver todo el valle de alrededor y más allá los pastos, y más allá las montañas con las cimas cubiertas de nieve que escondían sus secretos.

En el gran salón de la planta baja de aquella vieja casa colonial, administrada solo por las monjas, delante de la gran chimenea siempre encendida que ocupaba toda la pared, en invierno, los hombres ancianos del pueblo que esperaban que sus mujeres durmieran, se reunían para hablar, para reír, para contarse historias, quizá a veces para pasar la noche entera antes de volver a la mañana siguiente, al duro trabajo de los campos. Sentados antes el fuego, con sus vasos de vino de dudosa calidad, discutían enérgicamente de los grandes conceptos y valores de la vida.

Hablaban con moderadas alusiones respecto a algo extraño y preocupante que había sucedido o que estaba a punto de suceder.

Sobre lo que era justo o injusto, verdadero o falso, bueno o malo. De aventuras soñadas y nunca vividas, como de viajes nunca hechos o de mujeres solo admiradas y nunca amadas.

A veces también de amores imposibles desvanecidos en el tiempo.

Historias antiguas y llenas de sabiduría para quien las escuchaba o de vergüenza para quien las decía.

Entreveía entre las letras descoloridas de aquel diario, que en la planta superior de aquella casa se oía a veces en las tardes calurosas de verano, cuando un ligero viento llevaba con el perfume de las flores también un poco de alivio, el canto dulce y sensual de una mujer, de una niña. Y esa inmensa y calurosa calma se interrumpía por aquel fresco canto que transportaba atrás en el tiempo, como una melodía del fado portugués.

Una voz ingenua, dulce y amable se oía melodiosa cuando aquella bonita niña preparaba su habitación y se abandonaba con inocencia a confusos presentimientos de amor. Se notaba, entre aquellas palabras, una triste atmósfera de espera y de misterio, de ansia y de esperanza, como a veces sucede en ciertos momentos de la vida.

No llego a reencontrar en la memoria ni a recordar, por mucho esfuerzo que haga, lo que la aparición de aquella niña significaba para mi historia.

¡Así de golpe! Como un rayo en el cielo sereno, me acuerdo de ella, de Lucía. Así se llamaba. No era una mujer cualquiera. No era una niña cualquiera. Para mí, ella, Lucía, representaba el amor. Ese amor que soñaba cada noche cuando mis padres convencidos de que dormía, cerraban la puerta de mi habitación. Entonces, en silencio, me levantaba de la cama y, a la luz de una vela, para que no me vieran, escribía mis sensaciones. Las sensaciones de un niño tímidamente enamorado.

Me gustaría seguir adelante y continuar escribiendo mi historia. Me parecería rejuvenecer y revivir aquellas sensaciones probadas que me llenaban de alegría el corazón.

Ahora que lo pienso…, aquella vieja casa colonial de color rojo vino dista pocos kilómetros de donde ahora resido. Decido entonces recorrer aquel camino interrumpido desde hace tanto tiempo, volviendo de nuevo a aquella calle excavada, cubierta por las hojas que caen en otoño de los árboles que, espesos, uno junto al otro, enlazan sus ramas.

Llego así a aquella vieja casa con la cancela siempre abierta. El aparcamiento delante de la plaza está desierto, polvoriento, como estaba cuando yo era un niño. Bajo del coche y me acerco con paso incierto a la gran casa roja. Todo está rodeado por un gran silencio. Veo un anciano indiferente al mundo que lo rodea, detrás de un sombrero de paja que le esconde la cara, sentado en una silla de madera desvencijada y apoyado con la espalda en la puerta de entrada.

Cuando escribí mi historia, él no estaba, lo recuerdo muy bien; tiene el aire de alguien puesto allí por cualquier otro, a propósito.

 

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