LOS POLITICOS

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Paseando por una de las calles más lujosas de Barcelona, llena de tiendas de firmas prestigiosas, vi sentado en el borde de la acera a un niño descalzo, que lloraba pidiendo una moneda. Tenía hambre.

 

Cada vez que enciendo la televisión veo las caras sonrientes, los abrazos, los aplausos, los apretones de mano de ese gran grupo de personas que gobiernan las naciones y que se hacen llamar políticos. En realidad son hombres ridículos. Payasos que han hecho de la mentira una realidad por sus intereses personales y para tener el culo sobre un cómodo sillón bien acolchado.

El mundo es de los imbéciles, sobre esto no hay duda. Para ser más preciso, debería decir que el mundo está en las manos de los imbéciles. Y no solo por la fuerza dominante de su número que va de año en año creciendo, debido a la desenfrenada ambición por convertirse en alguien, de ser reconocidos por la calle y de verse con cualquier foto en el periódico. Pero también porque la sociedad entera está organizada en base a sus pequeñas y grandes exigencias, siempre muy pretensiosas. Coches lujosos con conductores bien vestidos, guardaespaldas no demasiado inteligentes, casas blindadas con cajas fuertes repletas de dinero, reuniones secretas en lugares idílicos, secretarias que hacen de amantes, hoteles lujosísimos, traslados en aviones privados y miles de fotógrafos que en vez de ignorarlos, los aclaman. Para ofrecerles todo lo que necesitan y para dar una apariencia de una vida llena de compromisos importantes, decisiones revolucionarias, misiones con las que quieren hacer creer cambiar el destino del país que gobiernan, así que cada uno de ellos pueda en cierto modo decir que vale algo.

Estos maestros de la mezquindad, estos genios del pensamiento nulo, estos amantes de las palabras inútiles más que de los hechos concretos, estos parásitos corruptos e insensibles son los políticos. Muchos de ellos son bufones que arrastran su imagen de un programa de televisión a otro sin decir nunca nada en concreto. Una categoría de personas de las que un hombre mínimamente inteligente no se puede fiar. Sus necesidades de éxito y de aprobación pública son prodigiosas. Forma parte de su materia prima para avanzar en la vida, sin la que no funcionan.

Por eso, frecuentemente piensan de modo opuesto y hablan desde dos ángulos diversos de la boca. Por una parte, dicen lo que los ciudadanos quieren escuchar; por la otra, dicen lo que sirve para obtener la aprobación de sus aliados.

¡Les debería de dar vergüenza!

Pero no solo los que detentan el poder absoluto, sino también todos los que los rodean y aspiran con el tiempo a sustituirlos, también ellos, participan en la competición de la imbecilidad. Representan la categoría de los medio hombres chupamedias, parásitos impotentes, sin un pensamiento propio, ausentes de una personalidad propia y sin carácter.

Si estos imbéciles no existieran, no habría dictaduras, guerras, conflictos, corrupción, terrorismo, porque el político singular, aunque dotado de un gran poder de convencimiento, solo, nunca llegaría a hacer nada, dado que su incapacidad individual le impediría tomar decisiones importantes.

De hecho, su fuerza e influencia social deriva de la unión de otros individuos que como ellos son auténticos inútiles. Inútiles para una sociedad que quiere crecer, que quiere progresar, que quiere mejorar, que quiere resolver los problemas de la pobreza, de la injusticia, de la miseria, de la desocupación, del miedo, del sufrimiento, del dolor. Que quiere resolver todos esos problemas que hacen poco digna la vida de cualquier ser humano que con pleno derecho reclama.

No han entendido que no existe una moralidad pública y una moralidad privada. La moralidad es una sola y vale en el mismo modo y de igual medida para todos los seres humanos. Y quien se aprovecha del poder, de la política, de la religión para ganarse sonrisas o aplausos, es una persona mezquina, falsa y deshonesta.

Un derecho, el de la justa moralidad, que no llega a ser mínimamente escuchado de ningún político que como todos, aspira a ser inmortal. No me refiero solo a los jefes del gobierno de las naciones más pobres, más desoladas, más necesitadas por una injusticia y una desigualdad social que premia solo el poder, la corrupción y los capitales.

Pero también en aquellas naciones donde parece que aparentemente todo vaya bien. Donde viven hombres intocables, idílicos, lejanos de la hipocresía, de la injusticia, de la corrupción…

También ellos forman parte del mismo barro.

Escuchándolos hablar desde la televisión, los periódicos, la radio o en cualquier conferencia, hambrientos de poder y ambiciosos de ser recordados por sus predecesores, prestando atención a los que con convicción afirman, se podría fácilmente deducir que sus pensamientos la mayoría de las veces no tienen origen del cerebro, más bien me atrevería a decir del culo.

Hemos estado 1000 veces en la luna, hemos descubierto qué hay en el fondo del mar, en mitad del universo y si detrás del sol llueve. Los armamentos de cualquier nación podrían hacer frente a siete guerras mundiales, pero su gente hace cola por la calle para poder comer algo.

 

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