NI DISCURSO NI CENA NI NOCHEBUENA

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Riquelme comenzó a sudar y a apretar los dientes. Eran las diez y cuarto de la noche y el televisor del club seguía sin funcionar. Javier, su joven amigo, encaramado en lo alto de la escalera metálica, tocaba a tientas la parte posterior del receptor tratando de hallar un botón que, según decía, se había viciado por el uso y que, por ello, era la causa de que no se sintonizase la imagen.

—No se preocupen que esto está casi listo… —dijo por enésima vez Javier. Sin embargo, ya sea por la incomodidad de la postura o porque se dio cuenta de que Riquelme había pasado de guardar silencio a tensar los labios para soltar algún improperio, comenzó a temblar como uno de esos muñecos que solían llevarse en los coches y que oscilaban a cada curva o a cada bache.

Si la presión a la que se vio sometido el joven empezaba a ser insoportable por las inquisidoras miradas de su amigo y de los amigos de su amigo, Perfecto y Manolo, el gol que gritó uno de los clientes del club, que tenía pegado un transistor a la oreja para oír, al menos, el Madrid Barcelona que no podían ver, fue el detonante para que ocurriese lo que Riquelme estaba empezando a temer que pasaría.

El estrépito de la caída de Javier sobre media docena de botellas fue ensordecedor. Pero el estallido del veintiocho pulgadas al reventar contra el suelo fue lo más parecido a la explosión de una granada aturdidora.

La cara de Riquelme se crispó como la del mismísimo demonio al oír su sentencia el día del Juicio Final al tiempo que dio un brutal puñetazo a la pared. En cambio, Manolo empezó a reír con sus habituales carcajadas silbantes y tan poco audibles como sarcásticas.

—¿Me puedes decir dónde está la gracia? —le preguntó Riquelme.

Manolo aún tardó varios minutos en poder contener aquel ataque de risa para explicarse. Cerró los ojos y después de respirar profundamente adoptó un ademán de seriedad que le permitiera hablar con calma.

—¿Os acordáis de Felipe, el administrativo aquel que echó Martínez de su fábrica hace dos años?

—¿El barbudo ese tan serio? —preguntó Riquelme.

—El mismo: el ‘enterao’ ese que siempre llevaba un libro para leer a la hora del almuerzo. Bueno, pues como el desgraciado este no tiene ni donde caerse muerto porque ya no cobra ni la RAI ya os podéis imaginar a qué restaurante fue el día de Nochebuena a cenar.

Riquelme, que hasta entonces no había hecho nada más que gruñir y apretar los dientes como un rottweiler en un cuarto lleno de gatos, volvió a golpear la pared pero esta vez tratando de contener la risa por la definición que utilizó su amigo para referirse al comedor social más miserable del barrio . Perfecto, como de costumbre, se limitó a sonreír como lo hacía al oír los chistes que contaba el cura tras la misa de los domingos.

—El caso es que no sé qué demonios le pasaría por la cabeza al tipo este, si fue por la sopa que estaba fría o porque vio algún gusano en la bandeja esa que les dan allí, que fue empezar a sonar el himno y subirse encima de una silla para coger el televisor y estamparlo contra el suelo. Y ya os podéis imaginar la que se armó: sor Teresa que sale de la cocina gritando “Jesús, Jesús”; del resto de muertos de hambre, unos gritando y otros riéndose; los policías que llegaron después y que se subieron encima de él para esposarlo; una de las desgraciadas que van allí llorando porque no iba a cenar ni ella ni los dos críos que tiene.

—¿Y todo por qué? —lo interrumpió Perfecto con gesto grave— Porque estos malnacidos ya no respetan nada: ni la más alta autoridad de este país ni tampoco una de las fiestas más respetables e importantes de la cristiandad. ¡Como si la gente de bien tuviésemos la culpa de su miseria o de si comen mal o dejan de comer!

De las risas por imaginarse al administrativo esposado y a la mujer chillando porque sus niños no cenarían, los tres amigos pasaron a un gesto serio y compungido al pensar en la ofensa que su patria y sus tradiciones habían recibido. Tan solo los gemidos de Javier, que sangraba por haberse cortado con una de las botellas que había roto, les devolvieron a la realidad.

—En fin, —añadió Manolo —como me dijo la pobre sor Teresa: este año ni discurso ni cena ni Nochebuena.

 

 


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