Cuento del que se fue

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Irse. Eso decidió. Irse de su lado para siempre para que al menos uno de los dos fuese feliz. Hoy tiene la nariz rota debido al combate que tuvo dos noches antes. Hoy apura su enésima copa de whisky mientras, por la ventana, le llora a las estrellas. Todo se fue a la mierda. ¿Qué queda? Algún recorte amarillento en una carpeta olvidada, alguna carta de amor de otros tiempos, de otras personas. No, él ya no es ése a quien ella escribía. Ahora es un fantasma de sí mismo, una caricatura.

 

Irse. Eso decide. Otra vida que llegó de la mano. Maldito cabrón, le jodió la vida al desaparecer sin despedirse. Una carta, un mensaje, algo, hubiese dado algo por saber por qué, por qué extraño motivo no siguió luchando. En el fondo siempre supo que era un cobarde. Pero ya nada de eso importa. Todos tenemos un pequeño almacén en la cabeza donde guardar los trastos, los recuerdos que no sirven. Ahí perdurará siempre, si es que no lo olvida antes de ese siempre.

 

Irse. Eso decidió. Cargarse una maleta al hombro con desilusiones, con lágrimas y con alcohol, y avanzar hacia ninguna parte allí donde el sol no le molestase, donde viviera siempre con ese recuerdo cada vez más vago, más lejano. Se cansó de escribir, y poco a poco, se fue cansando de soñar. Todo se fue apagando día tras día, noche tras noche, y fue a cada paso más fantasma, más sombra. Resucitar era para otros. Hoy por la mañana, muerto de resaca, brinda frente al espejo con su imagen. En sus manos, dos vasos de agua y dos aspirinas.


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