Tic, tac

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Yo solía convivir con un pequeño reloj que hacía tic y tac cada segundo de cada hora de cada día. Era mi único amigo desde el día en que naciera y siempre venía conmigo a donde fuere. Mas yo sabía, sin embargo, que el mecanismo interno del pequeño objeto no duraría por siempre.

    Pues bien. Cierto día, cierta hora de cierto año ya perdido por el paso de las décadas, acompañábame bamboleante en el bolsillo delantero del peto cuando, tan repentinamente como había aparecido, desapareció el, hasta entonces, incesante tic tac del reloj. Presto, como solo un hombre desesperado puede serlo, lo saqué de mi bolsillo para analizarlo detenidamente, empero, mi vista estaba empañada por las lágrimas. Era obvio, sin embargo, que el mecanismo estaba ya, demasiado y viejo y oxidado; el reloj se había detenido y no volvería a funcionar jamás.

    ¡Oh que recuerdos de aquel olvidado día de abril, cuando ni alegría ni felicidad se paseaban ante mí, cuando perenne, solemne amargura me anegaba, cuando ginebra y ron se convirtieron en infieles amantes! Los más atroces, los más feroces estallidos de cólera por mí terrible perdida.

    Así caí, por fin, en las más bajas y crueles adicciones, hasta el punto de no desear estar sobrio jamás, hasta el punto de pedirle al cielo que llovieran sobre mí los fuegos del hades pues, cuando, al abrir los ojos, contemplaba la horrible, la terrible soledad ¡vaya ironía! mi única compañera, y, tras un pronunciado esfuerzo, al inclinarme hacia el exterior, al otear la noche a través de la ventana veía, también, el pálido rostro del desgraciado drogadicto, del maldito alcohólico que vivía conmigo, o dentro de mí. Mi propio reflejo al otro lado de la noche, y su visión era tan visceral y tan absolutamente cruel que, por momentos, hasta llegaba a olvidarme de que era yo mismo el que, a través de sus ojos contemplaba con añoranza el pasado y el tiempo que compartí con mi fiel compañero.

    Más la mirada del pobre hombre tras el cristal también parecía acusarme, llenándome así con una culpa hasta entonces inimaginable para mí. Me acusaba por el tiempo que perdí, por los recuerdos que no compartí con él y yo le respondía, desesperado, gritando insultos y amenazas, hasta que por fin me daba cuenta de que le gritaba a mi reflejo. Caía, entonces, al suelo entre sollozos y un mar de lágrimas, deteniéndome de tanto en tanto solo para emborracharme más hasta caer totalmente desmayado, y despertar al día siguiente para seguir gritándole a mí reflejo.

    Y este proceso se repitió por más de un mes, hasta que cierto día, a eso de las tres de la madrugada, cuando mi soliloquio, recién reanudado por una pausa para beber de mi vino, estaba en su punto máximo, alguien llamó al timbre de mi puerta.

    Con cuanta sorpresa contemplé, al abrir la puerta, un viejo reloj abandonado en el suelo, similar por su anatomía al que me abandonara hacía relativamente poco. Casi parecía el mismo; su color, su olor, el monótono tic, el monótono tac…

    Y entonces lo comprendí al mirarlo de nuevo:

    En medio de aquella fugaz noche de abril, entre sombras e inusitada turbulencia para mi mente, contemple, al mirar en los ojos de esa persona, el regio, y aun palpitante corazón que latía entre mis dedos con su tic y tac.

    Tic y tac.

    Tic y tac.

    Tic, tac.

    Tic…


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