Despecho en el Mesozoico

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 Cuando despertó, el diplodocus aún estaba allí… decir que era enorme era quedarse corto. No recordaba que fuera tan grande.  “Dios mío – pensó – me he debido dormir” Se sentía terriblemente mareado y, aunque intentó levantarse, solo pudo quedarse sentado mirando a aquel enorme dinosaurio que masticaba, con cara de bobalicón, una hoja del tamaño del culo de su mujer. Al pensar en ella, se preguntó dónde se habría metido. No vio rastro de Mary Margaret por los alrededores.

 Sentía una jaqueca terrible. Se palpó la parte superior del cráneo y palpó un enorme chichón. Hizo un esfuerzo por recordar como se lo podía haber hecho. Ahora estaba claro que no se había quedado dormido por aburrimiento, mientras observaba comer a los dichosos plestisaurios, polipostisaurios…. Mierdasaurios. Algo había caído sobre él dejándolo inconsciente. Pensó que habría sido un coco, pero al momento se dio cuenta que a aquellas alturas de la prehistoria, por no haber, no había ni cocos. Igual uno de aquellos dinos voladores había dejado caer una piedra desde el cielo…. Lo suyo era el colmo de la mala pata. Se sentía profundamente irritado. Toda la puñetera historia del mundo en sus manos y la boba de Mary Margaret se había empeñado en ir a ver los bichos aquellos. Por mucho que él había insistido en ir a algún periodo más interesante, a la señora se le había metido en la cabeza ver a aquellas lagartijas superdesarrolladas. Todavía recordaba como le pusieron los dientes largos en la agencia de turismo temporal, los momentos estelares que podrían disfrutar: las grandes orgías en la Roma imperial, marcarse unos bailes de salón con María Antonieta o darse un bañito en el lácteo jacuzzi de Cleopatra… en fin, podría haber sido peor. Seguro que si hubiera viajado con su suegra le habría tocado ir al nacimiento de Jesús en Nazaret, o a la crucifixión de San Pedro. ¡Que manía tenían las suegras con eso!, por Dios….

 Al menos en el rato que llevaban por allí no habían visto ninguno de los monstruos peligrosos, esos que se zampan a los turistas multimillonarios como si fueran aperitivos, sin necesitar añadirles salsa cóctel o cualquier otro condimento.

 Volvió a echar un vistazo, pero su mujer seguía sin dar señales de vida. Seguro que la muy mema se había ido siguiendo las huellas de alguno de aquellos bichos y se habría perdido en la espesura de la jungla mesozoica. Evitó llamarla a voces. Les habían dejado muy claro en la agencia temporal, que ocurrencias de aquel tipo podrían costarles la vida. Una simple conversación a voz en cuello en aquella época, podría atraer a los predadores como la miel atrae a las moscas. Si se separaban debían reunirse lo antes posible en el lugar donde habían dejado la máquina temporal. Pensó en como le gustaría ver correr a Mary delante de uno de esos tiranosaurios. Le vendría muy bien un poco de ejercicio para adelgazar. Últimamente le parecía que estaba aun más gorda que de costumbre. Ahora, como pasaba siempre, ella metía la pata y a él le tocaba arreglarlo. Tendría que volver al futuro a por un equipo de rescate para ella. Esperaba que los de la agencia pudieran averiguar exactamente a que momento habían viajado, porque ella había metido la cifra del año al azar en la computadora de la máquina. Bueno, pensó que si los técnicos no eran capaces de averiguar el año exacto, siempre podrían buscar el fósil de Mary y datarlo con carbono 14 para saber en que momento se había perdido. Aquel pensamiento le hizo gracia. Imaginar el fósil de la lerda de su esposa puesto sobre la chimenea, en la casa de Aspen,  le pareció de lo más apropiado. Una fuerte carcajada brotó desde lo más profundo de su pecho, resonando con una fuerza sobrenatural en medio de la jungla. El sonido de su risa en medio de aquel mundo deshabitado por el hombre, le sonó terriblemente extraño, como si no le perteneciera. Como si no perteneciera a su propia especie. Pensar que posiblemente estuviera solo sobre la superficie del  planeta le hizo estremecerse. No es que no hubiera nadie cerca… se trataba de que no había nadie en ninguna parte. Nadie en todo el planeta. Aquello había dejado de tener gracia de golpe.

 Comenzó a desandar el camino que les había llevado hasta aquel claro de la jungla donde el dinosaurio herbívoro seguía alimentándose. Caminó mientras se rascaba la cabeza, a través de una jungla indómita; exasperante, donde los mosquitos parecían gorriones y las hojas de los árboles tenían unos colores que bien podrían haber sido coloreados por un diseñador puesto de LSD. El calor resultaba sofocante y ya sudaba profusamente antes incluso de comenzar a andar, por lo que el ejercicio lo empeoró todo aun más.

 Llegó a la colina donde habían dejado la máquina estacionada. La cabeza dejó de dolerle. La sangre se le cuajó en las venas. Por un instante, olvidó a Margaret y hasta su ingente fortuna. La máquina no estaba allí.

 Lo primero que pensó (cuando fue capaz de pensar) fue que, afectado por el dolor de cabeza y el calor, había confundido el camino en algún punto y se había equivocado de colina. Para su desgracia, un rápido examen ocular y el contador de isótopos que usaba para seguir su camino de vuelta, le confirmaron que él si estaba donde debía, pero no pasaba lo mismo con su medio de transporte. No había rastro alguno del trasto con aspecto de Volkswagen escarabajo sin ruedas. Salvo unas yerbas chamuscadas, no quedaba evidencia de la presencia de la nave. Corrió alrededor de la colina. Primero en una dirección y después en la contraria, como un chalado, como si aquella estupidez fuera a hacer aparecer la máquina del tiempo de debajo de alguna piedra.

 Finalmente volvió al lugar donde la yerba estaba quemada. Se dejó caer sobre el suelo con una sensación tal de abatimiento como no había sentido en su vida. Metió la cabeza entre las rodillas, intentando concentrarse para encontrar una solución a aquella situación. Fue al bajar la vista cuando la descubrió. Era una hoja de papel, doblada por la mitad y ensartada por el centro en una ramita medio seca del prado. Al tomarla, vio que estaba escrita a mano con la letra inconfundiblemente cursi de su mujer. Se quiso morir al leerla:

“Cariño mío, espero que no te duela demasiado la cabeza. Intenté darte con la misma dulzura con la que tú me has tratado todos estos años. Me vuelvo con la máquina del tiempo a nuestro siglo. ¡Ah! No te preocupes por tu amante, ya le compraré algo bonito con la herencia que me vas a dejar, para que ella también te recuerde siempre con tanto cariño como, sin duda, haré yo. Eternamente tuya, Mary Margaret”


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