Vuelta de Mano (Anécdota Policial)

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Con mis hermanos y  amiguitos menores que yo, que en ese entonces tenía unos 12 años, salíamos a los campos alrededor del puerto en busca de bayas comestibles y por último, sólo para pasear entre los bosques.  Al que le teníamos miedo era al guardabosque que andaba  en su caballo y y hacía sonar su látigo sobre nuestras cabezas; nunca nos dañó, con el tiempo entendí que era un buen hombre que cumplía con su trabajo de evitar los incendios forestales y nosotros éramos un peligro latente.

Cansados regresábamos por el camino principal. En invierno, un enorme barrial que pegaba la greda en nuestros zapatos y en verano una polvareda infernal cada vez que pasaba un camión. Estábamos por llegar a las primeras casas cuando fuimos detenidos por un grupo de muchachos mucho mayores que nosotros; comprendí  que no seríamos capaces de enfrentarlos y traté de convencerlos que no había ninguna gloria en pegarle a un grupo de niños. Nada, los matones comenzaron a golpearnos sin misericordia en medio del llanto de mi grupo; apenas logré dar un par de “combos” a los agresores.

En mi aflicción sentía los golpes  y estaba a punto de llorar cuando la golpiza se detuvo bruscamente. Extrañados miramos a los matones quienes tenían la vista fija en la figura de un joven campesino; era tan fuerte que tenía a uno de los malos tomado de  la ropa y lo mantenía en el aire. El muy cobarde lloraba y chillaba llamando a su mamá, mientras el resto, unos ocho o nueve muchachones, retrocedía mirando con temor la escena.

—¡Cobardes matones!  ¿Por qué no pelean con chicos de su edad?

Con desprecio lo arrojó lejos y los atacantes se dieron a la fuga.

El joven era de unos 20 años y su musculatura se adivinaba debajo de su ajustada camisa.

—Sigan su camino ... los acompañaré un trecho.

No pude contenerme y le expresé mi agradecimiento.

—Gracias, señor,  nos salvó de una buena paliza. .. Si alguna vez necesita mi ayuda, ¡ahí me tendrá a su lado!

Una sonrisa irónica y despeinó mi cabellera. Se alejó a largas trancadas con una carcajada.

 

Los años pasan rápidos y un día regresé al puerto  con una placa de detective y un revólver al cinto; fue mi primera unidad policial. Ocurrieron muchas cosas que en otra oportunidad contaré, pero el recuerdo más marcado fue la detención de un campesino por parte de mis colegas mayores. Con sorpresa reconocí al  joven que nos defendió  unos 10 años antes; consulté a los detectives que lo apresaron y supe que estaba por sospechas de un robo en una casa patronal, pero él era el  menos probable de ser el autor. Les conté como nos había defendido de los muchachos agresores.

—Por nosotros se puede ir libre, pero habla con el Jefe y él determinará.

Me presenté ante el Comisario y le relaté los hechos, al tiempo que le rogué lo dejara libre. Mi primer Jefe me miró y con una sonrisa me dijo una inolvidable frase.

—Me gusta la gente agradecida. Diga a la guardia que lo dejen en libertad.

El campesino me miró curioso cuando dije al personal de guardia que él podía irse por orden del Jefe. Mis colegas palmotearon mis espaldas: “ Buena tela este chiquillo”.

Me aproximé al joven campesino y le dije:

—¿Recuerda cuando me defendió a mí y a mis amigos?

El campesino me miraba tratando de recordar y movió negativamente su cabeza.

—Usted se rió  cuando le dije que alguna vez le iba a ayudar. Bien, hoy es la  vuelta de mano.

Con una sonrisa, rodeado de mis compañeros de trabajo, le di la mano.

—Amigo, puede irse ya no lo interrogarán más sobre el robo. Usted es demasiado honrado para tales cosas. 

El fortacho campesino cogió sus pertenencias y lo acompañé a la puerta del cuartel, me comentaba que no se acordaba del incidente donde nos libró de los bravucones. Era un héroe anónimo acostumbrado a defender a los más débiles.

Nos estrechamos de nuevo las manos y se fue con una sonrisa en sus labios.  Me integré al grupo de policías que me esperaban.

—¡Cuenta saldada, muchachos! —Risas y pequeñas palmadas recibí en mis hombros.


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