La señorona del escaparate.

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Era la tarde de un sábado, justo antes de entrar a trabajar, cuando decidí perderme por las calles que rodeaban la basílica de Santa María durante la media hora que tenía libre. Por una razón que ni yo mismo podría explicarme decidí buscar cierto escaparate donde, entre vírgenes y santos a los que el sol y la falta de toldo habían descolorido, una mujer de entre sesenta y setenta años sonreía con los ojos entornados y la cabeza echada hacia atrás en un gesto de perenne burla y menosprecio hacia el fotógrafo, que tal vez sería del extrarradio.

Nunca llegué a saber quién era aquella señorona que, con toda probabilidad sería del centro y, posiblemente, por desgracia, ya habría pasado a mejor o peor vida a juzgar por su retrato que era de porcelana y virado en sepia para aguantar mejor el resol que baña los nichos. Pero lo que siempre recordaba era la sensación de que a través de aquella fotografía, sin apenas esforzarme, podía oír una especie de carcajada y algo parecido a un “Sí, a tu tía creo que la conocía: la llamábamos la… “ y tras ese “la” despectivo seguía cualquier mote con los que los estirados del centro se dirigían a quienes vivíamos en Carrús, el Toscar o incluso en el Raval.

Creo innecesario señalar, por lo que se infiere de mis impresiones, que aquella mujer, aun sin haberla conocido, no me inspiraba ninguna simpatía. Pero a veces un sexto sentido nos inclina a buscar aquello que más asco o rabia pueda producirnos, quizá porque en el fondo lo que deseamos con ello es ponernos a prueba, al límite de nuestras posibilidades.

Sin embargo, ni ella, ni los santos y las vírgenes deslavazados estaban allí. En lugar de aquella tienda de fotografía y venta de artículos religiosos, había una franquicia de comidas preparadas. Una enorme fotografía de un perol de arroz con costra daba el toque local y costumbrista a un escaparate donde antes se exhibían san pancracios y portarretratos ennegrecidos por el polvo y el abandono de un negocio que expiraba, que se iba de las manos hasta el extremo del traspaso o del cierre, en el peor de los casos.

Al cabo de un rato, miré mi reloj y me di cuenta de que apenas me quedaban cinco minutos para llegar al museo donde trabajaba como ordenanza. Un trabajo que durante cuatro años había dejado de ejercer por los recortes que el anterior gobierno local había aplicado al empleo público en forma de cancelaciones de oposiciones y paralizando bolsas de trabajo.

Y fue al reflexionar sobre esos cuatro años de paro, pero sobre todo sobre el anterior ayuntamiento, cuando volví a pensar en la señorona del escaparate. Lo más probable es que, si no ella, otra mujer, muy parecida en el gesto y en la apariencia, fuese la madre o la abuela de alguno de los componentes de la anterior corporación. Ahora, por fortuna para mí, y para muchos como yo, ese ayuntamiento de los recortes ya no estaba, como la señorona de la porcelana. Pero, y ese es el temor que sentía, tanto el fantasma de esa desconocida como el de los cuatro años de miseria y exclusión laboral que me trajeron los de su extirpe y entorno, podrían volver para mi desgracia si la gente volvía a errar en las urnas.


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