Extraña Visitante en el Camposanto

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La costumbre de visitar antiguos cementerios, nos llevó a mi esposa y a mí a visitar a aquel de una pequeña ciudad sureña.

Anita se encontró sorpresivamente con una amiga de la infancia que fue a dejar un ramo de flores a una tumba. Comenzaron una alegre conversación, de la quedé excluido; comencé a pasear solo entre los mausoleos.

Uno de ellos me llamó la atención por su construcción claramente barroca. Tenía bellos ángeles esculpidos sobre sus paredes y uno escultural sobre el techo, con una espada en la mano y una mirada muy fiera como cuidando la puerta.

Estaba abstraído, pensando en la destreza del artista que esculpió al guardián, cuando una voz femenina interrumpió mis reflexiones.

–¿Le gusta esta tumba? –Era una hermosa joven que me sonreía seductoramente y con su mano señaló el nombre de una familia: Corso Constani– Pertenece a mi familia.

Había algo extraño en ella, no pude establecer qué era. Me miró y se arrimó muy cerca; quedé sorprendido por su actitud, no siempre uno se encuentra con una bella muchacha desconocida en un camposanto y ser abordado con tal desenfado.

–Necesito pedirle un enorme favor … que le diga a mi padre, don Carlos Corso, que me perdone. –Silenció un momento su agradable voz y continuó apresuradamente– Yo fui quien robó el anillo de oro con un rubí y lo escondí en el entretecho de la cocina; mi prima y la servidumbre son inocentes.

Al mismo tiempo sus bellos ojos me miraron suplicante y no titubeó en tomar mis manos.

–Hice esa niñería por enojo con mi prima.

 

La luz de un flash de fotografía nos iluminó y escuché las risas de mi esposa y su amiga. Me sentí avergonzado por haber sido sorprendido tomándole las manos a la bella chica desconocida. Me volvía hacia ella, pero ya no estaba; mi vista recorrió todos los rincones cercanos, pero fue inútil, la bella había desaparecido.

–¿Qué buscas, amor? ¡Hey, estás pálido! Ja ja ja já, parece que viste a un fantasma.

Les conté que una muchacha me había confesado ser la autora de un robo y quería enviarle un recado a su padre. Rieron de buena gana cuando les dije que me habían tomado la fotografía justo cuando ella me cogía las manos. Encontraron divertida mi presunta broma, pues me vieron solo.

Revisamos la cámara digital y una exclamación de horror escapo de nuestros labios. La última toma registrada me mostraba junto a una figura femenina transparente que parecía abrazarme.

Fuimos averiguar con el Administrador del Cementerio y nos informó que efectivamente el dueño del mausoleo era don Carlos Corso, cuya hija Carla había fallecido hacía poco tiempo en un accidente de automóvil.

Tomamos la dirección de su domicilio y llevamos el extraño mensaje. La joya estaba donde dijo la joven y la policía dejó de interrogar a la servidumbre.

Creo que aunque seguimos visitando las necrópolis, no tenemos miedo y ahora nos une, además de nuestro amor, un secreto que no nos atrevíamos a contar.

 

 


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